Hoy repasando en mi cabeza la trayectoria cinematográfica de Kate Winslet, he trazado un paralelismo curioso entre algunos de sus papeles.
Siempre me ha sorprendido el buen tino y la capacidad para elegir personajes que no son fáciles de asimilar ni de encarnar por su parte. Así, me he aventurado a trazar una analogía entre ella y los puntos cardinales de una brújula imaginaria que podrían ser las situaciones o decisiones que tomamos a lo largo de nuestra vida, para evidenciar como ha tenido los recursos necesarios para jugar papeles tan antitéticos a la par que indisolubles los unos de los otros.
Partiremos del punto neutro, del centro del mapa, de una señorita a medio hacer, de una chiquilla frágil e impresionable capaz de dar la vuelta a su vida por cualquier impulso pasional aunque eso contradiga los preceptos sociales o educacionales en los que se haya criado. Hablamos de Titanic (1997, James Cameron), de esa epopeya que algunos de adolescentes nos resistíamos a ver con el fin de parecer rocosos o nada ñoños y que, sin embargo, al visionarla nos incomodaba como teníamos que ocultar alguna lágrima mientras en la cabeza o al lado se encontraba alguna persona por la que tragaríamos hasta la última gota del océano.
De esa pulsión, de esa abnegación cándida, inocente y extrema, nos movemos al norte, a un intento de resucitar el amor perdido junto a aquella persona que nos enamoró y de la que sabemos no podremos encontrar otra igual. Del fugaz instante eterno desde el que partíamos, pasamos a comprobar como, a pesar de la idea de eterno, la erosión, el devenir vital y los errores minan ese magma que creíamos inmortal.
Entonces llega la posibilidad de volver a empezar de cero; pero desde el delirio, desde la ciencia ficción, desde olvidar por completo quiénes somos y quién es el otro para, inevitablemente, aún sin reconocernos, volvernos a encontrar y enamorar de la misma persona. Predestinación de fábula para hacer un cuento contemporáneo de amor que supone una de mis películas más admiradas y predilectas, Olvídate de mí (2004, Michel Gondry).
Con ese borrado del pasado, con ese reset duro imaginario capaz de cauterizar heridas y lograr que el sueño se repita como ciclo, nos atrevemos a mover la brújula multicolor junto a Kate y nos desplazamos 180º para encontrar como, en el mundo real, el pasado no muere y se convierte en una losa invencible; Aflora y nos destruye por mucho que la volatilidad y la evasión hayan intentado ser los paños calientes con los que ocultar o matizar una vida miserable. Y todo revienta.
Hablamos de El Lector (2008, Stephen Daltry), ese film con dos partes tan bien diferenciadas y tan necesariamente complementarias: el despertar del amor adolescente en una relación asimétrica al abrigo siniestro del nazismo y las posteriores consecuencias donde lo que uno ha sido prima y vence a lo que uno pretendía ser.
El siguiente movimiento lo haremos entre lo que supone una vida deseada, de ensueño convertida en pesadilla y el de una vida no escogida que requiere de evasiones para torpemente convertirla en llevadera.
Una vez comprendido y asimilado el peso del pasado en nuestra existencia con el anterior eje norte-sur, nos movemos. Primero al ocaso que supone viajar al oeste para descubrir como una vida soñada a la que tender se convierte en la mayor de las frustraciones y cárceles al amparo de una relación afectiva involuntariamente vampírica donde el complementarse y aportarse aquello que el otro no tiene se convierte, por el contrario, en el escollo definitivo para desarrollar vidas incompletas y frustradas.
Se trata del amargo retrato de Revolutionary Road (2008, Sam Mendes), el reverso más tenebroso posible al arranque de nuestro viaje, con los mismos protagonistas desintegrándose ante nuestros ojos con una causticidad abominable y tristemente reconocida en no pocos casos.
Pero Kate corre por impedir esa desvanecimiento doloroso y orienta su brújula hacia el amanecer, juega con ella y trata de convertirse en una Madame Bovary moderna para crear subterfugios de pulsión momentánea creyendo erróneamente que eso puede salvarla del duro día a día. Craso error, puesto que esos cantos de cisne no son más que meras pantallas momentáneas que no tiene peso alguno cuando las obligaciones, las responsabilidades, las frustraciones o el acomodamiento marcan de forma férrea la capacidad de movimiento. Esa es la principal función que tiene Juegos Secretos (2006, Todd Field), un retrato reconocible e hipócrita de las hueveras adosadas mugrientas por dentro y exfoliadas por fuera.
Este es el recorrido final tras el marco incomparable que en este eje marca la cárcel moderna de las asépticas urbanizaciones unifamilliares: campos de concentración del capitalismo burgués donde el deseo, la represión, la frustración y la apariencia afloran a sus anchas, eso sí, con el delirante ritmo subterráneo de actuar como dios manda.
Gracias por el viaje, Kate; y más allá de esta alegoría, por el que supone no huir del surco que la vida deja en ti, ese que luces con orgullo y que nosotros, al mirarte, reconocernos como nuestro.
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