"soledad es escribir con el dedo en las ventanas y que nadie lo lea,
soledad es un espejo sin reflejo".
Llega un día en el que descubrimos que la soledad es, asombrosamente, independiente del número de personas que tengamos a nuestro lado. La soledad vocacional es un arraigo, no nos abandona ni estando acompañados. Tiene la facultad de convertir el silencio en mudo; de hecho, somos poco más que soledad y silencio amplificados al intentar comunicarnos con nuestro entorno en cualquiera de sus formas; cuenta con la facultad de unir distancias y, curiosamente, es la única enfermedad que se transmite a través de ellas.
Su travesura es tal, que no cesa de jugar con nosotros cortejándonos. Muchas veces duele y es inapreciable: la soledad de verdad, profunda e incisiva es la que produce no poder compartir las angustias que nos remueven por dentro con nadie. Al menos, afortunadamente, es capaz de distinguir el trato entre los que quieren estar solos y los que merecen estarlo; No hay mayor privilegio que la soledad voluntaria, ni mayor condena que la soledad forzosa. Duele mucho reconocer que ésta última es muchas veces una consecuencia del egoísmo.
Podríamos hablar de que, cuando es ganada a pulso, es también un acto de justicia. Es más, me atrevería a decir que, salvo en los casos de exclusión social, la soledad es casi siempre merecida. En cualquier caso, deberíamos ser capaces de llevarla con dignidad sea del tipo que sea.
En ocasiones, se convierte en la anestesia del que está perdido, del que sólo sabe zurcir recuerdos en la piel de un presente donde no hace pie, del que ha dejado habitar al parásito de la ausencia dentro de ella. Somos tan bobos que pensamos que nos sienta bonita incluso.
También es una forma de llamar la atención en sí, el grito de socorro más intenso, una exclamación de afecto silenciado. Y, si logramos que alguien acuda al rescate, una y otra vez, y venga quien venga, el poso que nos queda dentro, finalmente, es la terrible soledad de uno mismo. Aunque, irónicamente, pienso que todo el que es capaz de hablar sobre la soledad, no está del todo solo. Para él es un capricho sibarita. En estos casos, es una filia para poner en común, una relación en constante crepúsculo que amplifica así su efecto devastador.
Si pensamos en ella como condena, Los dos tipos de personas sentenciadas a la soledad son, principalmente, los que no saben querer y los que no se dejan querer. Detesto, con especial deleite, los casos de orgullo en los que no se acepta la soledad en que uno vive, o a los resentidos que la valoran por el mero hecho de no saber estar con nadie. Son tan necios de no darse cuenta de que es la cosa que menos sabe pasar desapercibida.
Nadie duda de que, en la sociedad actual, compartir la soledad en cualquiera de sus modos, es el modelo de relación afectiva que se impondrá definitivamente. Eso se evidencia de forma terrible a través de internet; tal es así, que, cada vez que dejamos un apunte sobre nuestra vida personal por las redes sociales o por otra forma de comunicación virtual, la soledad y el aislamiento ganan una nueva batalla.
También es una forma de llamar la atención en sí, el grito de socorro más intenso, una exclamación de afecto silenciado. Y, si logramos que alguien acuda al rescate, una y otra vez, y venga quien venga, el poso que nos queda dentro, finalmente, es la terrible soledad de uno mismo. Aunque, irónicamente, pienso que todo el que es capaz de hablar sobre la soledad, no está del todo solo. Para él es un capricho sibarita. En estos casos, es una filia para poner en común, una relación en constante crepúsculo que amplifica así su efecto devastador.
Si pensamos en ella como condena, Los dos tipos de personas sentenciadas a la soledad son, principalmente, los que no saben querer y los que no se dejan querer. Detesto, con especial deleite, los casos de orgullo en los que no se acepta la soledad en que uno vive, o a los resentidos que la valoran por el mero hecho de no saber estar con nadie. Son tan necios de no darse cuenta de que es la cosa que menos sabe pasar desapercibida.
Nadie duda de que, en la sociedad actual, compartir la soledad en cualquiera de sus modos, es el modelo de relación afectiva que se impondrá definitivamente. Eso se evidencia de forma terrible a través de internet; tal es así, que, cada vez que dejamos un apunte sobre nuestra vida personal por las redes sociales o por otra forma de comunicación virtual, la soledad y el aislamiento ganan una nueva batalla.
Este espíritu de los tiempos se plasma con vértigo y ostentosa evidencia mucho más en la gran ciudad, convirtiéndola en la enfermedad urbana más letal: arrojar un mensaje en una botella por la taza del váter sería la metáfora de cualquier forma de comunicación, de todo intento estéril de acabar con la soledad a través de este ecosistema artificial.
Bienvenidos a la gran fiesta de la soledad globalizada.
Bienvenidos a la gran fiesta de la soledad globalizada.