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domingo, 28 de junio de 2015

¿Existe futuro para Juego de Tronos?


(ATENCIÓN: este texto puede contener spoilers literarios o televisivos de los universos Canción de Hielo y Fuego y Juego de Tronos).

Tras devorar en tres días la quinta temporada de Juego de Tronos, me dispongo a escribir de nuevo un artículo sobre unas de mis aficiones principales -y la de tantos otros en los últimos tiempos-, las series de televisión contemporáneas. La verdad es que nunca pensé que escribiría algo sobre el universo asociado a George R.R. Martin, pero creo que la multitud de incógnitas e interrogantes que deja la serie y su correspondiente paralelismo con los libros que aún quedan por escribirse de la saga Canción de Hielo y Fuego, abren un interesante debate sobre el futuro que les deparará a ambos formatos y sobre la cada vez más difícil –o fácil, según se mire- relación entre ambos.

Resulta curioso que sea precisamente ahora, en el momento en que la serie quisiera distanciarse más de las tramas literarias o, al menos, adquirir determinadas licencias para abrirse su propio camino no tan dependiente -tarea harto complicada sin soliviantar a la parroquia de fans del universo escrito- cuando más presteza y tino ha conseguido su adaptación televisiva.

 La presión que se adivinaba en pasadas temporadas, especialmente en la segunda y la tercera, tras una inmaculada y soberbia primera temporada para enmarcar en el universo de las grandes obras maestras de las series modernas, parece haber disminuido. Y es que la fidelidad, atmósfera y solemnidad alcanzada con aquel arranque no es fácil de olvidar.

Me resulta divertido ahora recordar mi ingenuidad primitiva al visionar los primeros tiempos de la serie y ponerle un “pero” por omitir al personaje de Edric Tormenta –el hijo bastardo de Robert Baratheon oculto en RocaDragón-. Torpe de mí, poco sabía por entonces que ése sería un detalle de lo más nimio comparándolo con el libre albedrío posterior que iba a alcanzar la adaptación televisiva.

Sir Psycho-Sexy

El nuevo aire que le veo a estas alturas a Juego de Tronos muy probablemente venga marcado indirectamente por la pérdida de fuelle e incomprensibles juegos literarios que Martin pone en práctica en sus dos últimos libros, los fallidos Festín de Cuervos y Danza de Dragones. El principal, el de dividir el desarrollo de tramas que confluyen en el tiempo y separar a sus distintos personajes en dos libros que aparecieron publicados con seis años de diferencia.

Al problema añadido de la parsimonia a la hora de escribir del autor, hay que sumar la complejidad estructural del universo Martin, no sólo ya por su ambicioso juego a novela-río definitiva de la historia, sino a la multitud de detalles escondidos en sus miles de páginas, imposibles de recordar con el paso inexorable del tiempo para el lector. Desde luego, no resulta fácil seguir adecuadamente la saga con espacios temporales entre volumen y volumen que se pueden ir fácilmente a los seis años o más entre volumen y volumen.

Esto provoca una irritante sensación de estar ante un Diógenes de narrativa estéril con quien resulta harto difícil una implicación directa a través de la multitud de cauces abiertos, más o menos excitantes, ya que el lector, al enfrentarse a un nuevo libro, no recuerda prácticamente más que su esqueleto esencial.

No diré nada nuevo si digo que la mejor solución hubiera sido la de soltar lastre y no estar tan obsesionado por crear un engendro tan abominablemente grande que acabara por devorar a su propio creador. Vamos, menos páginas, menos lapsos de tiempo entre obras y más rescate de lo fundamental.

Por tanto, lejos de achacarle a la serie la preocupación principal de alcanzar –Hasta luego, Bran-, o incluso superar, como ha terminado ocurriendo, el desarrollo hasta el que ha llegado Canción de Hielo y Fuego, hay que terminar por felicitar a los responsables de su adaptación televisiva por el coraje y la determinación de tomar un camino propio, más allá de la traición al espíritu original o la omisión de determinadas circunstancias, personajes o hechos.

La agilidad narrativa en el formato de pantalla también ha logrado hacer permanecer intactos el aura, el carisma y el encanto de personajes absolutamente agotados en las páginas de los libros por sus subtramas, divagaciones y caminos a ninguna parte. Sirvan como mejores ejemplos Daenerys Targaryen, Arya Stark y Tyrion Lannister.

Despojados de toda la broza posible, las tramas de estos personajes fluyen ágiles, quizá algo disminuidas en cuanto al montante psicológico de los personajes, eso es innegable, pero, al fin y al cabo, discurren acertadamente adaptadas al formato televisión sin caer del todo en lo obvio y burdo.
A destacar para lograr este hecho el innegable trabajo de producción. Se nota que hay presupuesto. Comparen si no los tremebundos desarrollos audiovisuales de esta última temporada con las elipsis en las batallas de la primera temporada o el chirriante aspecto de los dragoncitos recién nacidos con el deambular estratosféricamente majestuoso de Drogón a día de hoy. Para ello, HBO concentró todo su poder económico en Juego de Tronos, llegando a eliminar una teórica sexta temporada entera y la reducción a siete episodios de la quinta, de su fastuosa y absolutamente imprescindible Boardwalk Empire para ello.

Otros ejercicios deslumbrantes en materia audiovisual los encontramos en el octavo y noveno episodio de su última temporada hasta el momento. La licencia argumental llevada al infinito de su potencial televisivo como lo es el enfrentamiento entre caminantes blancos y muertos contra los salvajes y un pequeño reducto de la Guardia de la Noche, es una auténtica golosina para los sentidos, un tour de force adictivo que deja sin palabras, más que nada porque no lo ves llegar. Igualmente, acertado es el festín de sangre y fuego en que terminan las luchas en las arenas de Meeren con Daenerys huyendo a lomos del dragón. Desde luego, nada que ver con los –aún- limitados recursos que hubo para plasmar la batalla del Aguas Negras o el asedio a El Muro por parte del ejército salvaje.

Actitud perdonavidas

Como decía, es a partir del cuarto libro cuando Martin, quizá superado por lo que iba a ser una trilogía inicialmente, comienza a lanzar sobre el estrado multitud de nuevos personajes con un papel o background detrás lo suficientemente importante como para ser inconcebible sacarlos a escena después de tantas páginas escritas. La serie, sabiamente, decide prescindir de ellos en su mayoría. O bien juega a incluir detalles de los mismos fusionándolos dentro de otros personajes, así vemos con perplejidad inicial como son Jaime Lannister y Bronn quienes van a Dorne al rescate de Myrcella –por cierto, magistral tratamiento en todos los sentidos de las tierras sureñas en comparación a la pereza que generan en su desarrollo literario- o cómo es Jorah Mormont quien enferma de psoriagrís.

Fundamental resultó que la televisión decidiera prescindir de uno de los episodios más controvertidos de la saga literaria: la “resurrección” de Catelyn Tully y su reclutamiento en la Hermandad sin Estandartes del perturbador Beric Dondarrion y compañía. Destino que le corresponde igualmente a Brienne de Tarth en los libros; personaje, por cierto, que deambula con tan poco tino entre páginas  como en pantalla, sin encontrar jamás un sitio o trama decente en la que escudarse.
Y es esa sensación de vagar sin rumbo de los personajes que muchas veces apreciamos en la lectura la que la serie ha querido borrar de un plumazo. Sirva como ejemplo bandera el caso de Arya. La atmósfera de extrañeza, oscuridad y turbiedad que consigue el personaje y su entorno en el Templo del Dios de Muchos Rostros ya hubiera deseado un millón de veces los libros haberla alcanzado. Dudo que haya alguien que mantuviera el interés en la lectura cada vez que tocaba un capítulo de Arya desde, por lo menos, haber abandonado a El Perro. Cosa parecida ocurre con Tyrion Lannister y su pseudo-romance con la enana y los mil tumbos entre clanes, ciudades y monsergas varias en las que se enfrasca Martin en Danza de dragones. Llama la atención ese maltrato literario, esa cantidad de lastre tirado encima de sus, en sus propias palabras, personajes favoritos de la saga.

Eso sí, lo que me parece del todo inaceptable, es haber obviado por completo el desarrollo del universo GreyJoy, punto álgido narrativo sin duda alguna desde Festín de Cuervos. Me cuesta pensar que la irrupción de todos los personajes tan carismáticos de las Islas del Hierro vayan a quedarse sin aparecer en la serie, pero, igualmente, si se trata de hacer una reducción a lo imprescindible en aras de un argumento principal que nos lleve a alguna parte, quizá tenga que reconocer, no sin cierto dolor, que se pueden fumar sin problema su deslumbrante irrupción. Eso sí, visto lo visto, en este caso lucir una camiseta de la casa Greyjoy comercializadas por HBO en la primera temporada debiera verse traducido en compras a través de E-bay de las mismas por valor de 5000 euros mínimo. Además, se notó un cuidado estético y esmero en los guiños a dichas islas en sus breves apariciones de pasadas temporadas. Me consta que somos muchos los die-fans de esta casa y recuerdo hasta mis búsquedas en google para saber qué actor interpretaría a Victarion Greyjoy o al sacerdote principal del Dios Ahogado, Aeron Greyjoy “Pelomojado”.

Frente a los ninguneos y a los libres albedríos argumentales, destaca en el lado opuesto el tratamiento respetuoso y fiel de todo el universo Desembarco del Rey. Ahí uno tiene la sensación de recrear casi cada momento de los libros y son muy pocas las violaciones argumentales u omisiones llevadas a cabo –eso sí, a ver quién es el guapo de olvidar la experiencia lésbica puntual de Cersei en Festín de Cuervos, momento tórrido por antonomasia de la saga entera-. La serie gana solemnidad y empaque cada vez que sus escenas recaban en la capital de los Siete Reinos. Además, el tratamiento de Cersei Lannister es soberbio, a la altura de su papel estelar en los dos últimos libros de Martin. La Isabel Pantoja de Juego de Tronos brilla por todo lo alto, desde su auge a su decadencia absoluta.
Y volviendo a las licencias, más allá de personajes que no aparezcan o inventar el destino de alguno de ellos, llegamos ya a algunas que no me parecen de buen gusto. Me refiero, sobre todo, a la muerte de personajes que en los libros todavía siguen vivos: Mance Rayder o Barristan Selmy, sin ir más lejos.

Dulce carne de cañón

En este caso, especial es el desarrollo del décimo y último capítulo de la quinta temporada donde los productores se vienen arriba y, frente a la fidelidad impoluta que merece Cersei Lannister y –en gran medida- Arya Stark, adelantan una presumible muerte de Stannis Baratheon a manos de la inevitable “dónde meto yo a ésta” Brienne de Tarth, tan impensable literariamente hablando como la de su combate con El Perro en la pasada temporada. Mención aparte la desgarradora escena donde su hija Shireen es quemada viva en el anterior capítulo para la gloria del Dios de la Luz y salvamento del ejército sitiado entre las nieves. Esta licencia sí que me parece del todo demoledora en cuanto a crudeza y a emoción desoladora.

En esta conclusión, la serie se atreve también a apuntar cosas que no sabemos si ocurrirán o no, adelantando la llegada del ejército Dothraki de nuevo a las órdenes de Daenerys o es capaz de cargarse el cliffhanger por antonomasia de Danza de Dragones, confirmando la muerte de John Snow (digo yo, vamos, porque si sobrevives a esas cinco mojás, eres más duro que el titán de Braavos).

Por tanto, cabe destacar que la saga literaria de Canción de Hielo y Fuego y la serie televisiva Juego de Tronos, gracias al desarrollo de los acontecimientos, se me antojan más que nunca dos universos compatibles, no sólo ya en términos de fidelidad o inspiración, sino por la rica complementariedad que pueden aportarse mutuamente al ser disfrutados de manera independiente y no ya encorsetados al único baremo de la fidelidad.

Quizá esta era la única salida posible ante la calma de Martin a la hora de escribir los dos libros pendientes (The winds of Winter y A dream of spring) -¿tres? según algunas afirmaciones suyas dejando la puerta abierta-. También pienso que esto se debe a un interés por parte de Martin de que su ambicioso proyecto sea recordado con el peso y la megalomanía suficientes como para ser escindido directamente de la adaptación televisiva, como si eso hubiera sido un acercamiento lo más fiel posible a una obra de dimensiones ingentes. ¿Soberbia, justicia poética, casualidad? Quién sabe.

"...Y me tomé cinco pollos y no escribí una línea durante dos días".

Y son más aún las preguntas con las que se debe cerrar este análisis: ¿cuál será el futuro de los libros teniendo en cuenta lo avanzado por la serie sobre acontecimientos aún por escribirse? ¿Podrá mantenerse Martin ajeno a ello? ¿Romperá sus planteamientos iniciales? ¿Serán avances de lo que leeremos destruyendo la sorpresa y la fidelidad de aquellos que venimos del universo literario y terminamos en la serie? ¿Le importarán al gordo barbudo estas cuestiones? ¿Es todo una venganza de HBO a la parsimonia del autor? ¿Se vengará ahora éste dando un tratamiento radicalmente distinto a lo adelantado por la serie? ¿Te quedas con la serie? ¿Te quedas con los libros? ¿Con ambos? ¿Con ninguno? ¿El que mola es Tolkien :P?

viernes, 4 de octubre de 2013

El arte de terminar las cosas: Dexter Vs. Breaking Bad


(Nota: Este artículo no contiene información relevante sobre las tramas de las series sobre las que habla y puede ser leído con total libertad por aquellos que no las han visto).

Recientemente, hemos asistido al final de dos series paradigmáticas de los últimos tiempos: Dexter y Breaking Bad. Esta semana quiero dedicar la entrada de mi blog a describir las formas tan diametralmente opuestas en que ambas han llegado a su colofón.

La verdad es que las dos prometían un desenlace por todo lo alto. Y nos hemos equivocado con ambas, una por no llegar y la otra por pasarnos: Con Dexter, tras una formidable séptima temporada, por no recordar su manifiesta irregularidad y prometérnoslas demasiado felices; y con Breaking Bad, que con su insultante guión soberbio nos tenía tan mal acostumbrados, al no adivinar una forma tan ejemplar de cerrar todos los flecos de una historia, quedándonos cortos en las previsiones ante tamaña maravilla que marcará un nuevo hito televisivo.


Como digo, Dexter, una de las series sin duda más famosas y generadoras de fans en torno a un personaje principal, ha sido capaz de lo mejor y de lo peor siempre. En parte, en ello radicaba su encanto. Aún recuerdo la trepidante segunda temporada, el impacto atroz del final de la cuarta o la remontada hacia el estallido final de la séptima entre los más grandes  momentos que me ha brindado una serie. Pero, claro, ahí estaba igualmente la falta de pulso y carisma de la tercera y la sexta (que se salvaba tan sólo con un cliffhanger que te dejaba en estado de shock un año entero esperando su continuación), o un conjunto de personajes que, exceptuando la brutal Debra Morgan (hermana de Dexter) y los "villanos" coyunturales de alguna que otra temporada, no eran capaces de dar la réplica a los dos protagonistas.

En este sentido, podría decirse que Dexter es una serie en las antípodas de, pongamos, The Wire con una insultante regularidad y una carencia absoluta de estridencias y efectismos. También evita un protagonismo excesivo en torno a un personaje (cosa que ocurre en parte también en Mad Men con Don Draper, pero mucho menos marcado que con Dexter) y apuesta por una propuesta coral donde los dos personajes colectivos, la calle y la supuesta ley y orden, entran en conflicto.


El problema con Dexter, como indicaba, es la espectacular remontada que nos ofreció la séptima temporada y la promesa de terminar una serie que, pese a su extensa duración, no mostraba unos signos de cansancio tan evidentes como Mad Men (otra con una horrible sexta temporada tras el gran sabor de boca de la quinta). Pues bien, los guionistas han hecho aguas y no han tenido ni idea de cómo terminarla. Por un lado, algunos personajes cosificados hasta el insulto y Dexter transformado en un ente indefinido alejado por completo del carisma y de lo que los fans podemos esperar de él. Tras un arranque prometedor que bucea en el pasado del personaje de nuevo, la trama principal avanza a trompicones y va mutando hacia la aberración, mientras que las secundarias carecen de interés alguno, así como los personajes nuevos que aparecen sin tener ni idea de cómo encajarlos con coherencia (obvio detalles para que quienes no hayan visto la serie puedan leer el artículo sin verse amenazados por los spoilers como indiqué al principio del artículo).

No han dado un final digno a Dexter y eso duele: lo han convertido aún más en un elemento de mercadotecnia, haciendo primar ese aspecto sobre el de la dignidad de un personaje y la calidad audiovisual. Una pena.

El caso opuesto lo tenemos con Breaking Bad. Los último ocho capítulos de la segunda manga de su quinta y última temporada se digieren de un suspiro: quieres más, no puedes dejar de metértelos en vena uno tras otro. Aparte de un guión y unas interpretaciones majestuosas, Breaking Bad que ya lo había hecho en ocasiones no precisamente con el mejor tino al no ser su objetivo primordial, apela a la emoción. Y de qué manera: franca, dura y sin miramientos. Y, además, con cabeza. Un final crepuscular, sin que ningún elemento quede colgando. Nadie olvidaremos nunca el cerebro comprometido con sentir lo que es vivir de Walter White, ni a su sufrida familia, ni a la estrella negra que acompaña al corazón puro e intoxicado a la par de Jesse Pinkman, ni al conjunto de narcotraficantes más carismáticos y molones que recordamos en mucho tiempo.


Breaking Bad logra aunar virtudes como lo son: entretener, resultar inteligente y conmover. Es habitual que alguno de estos pilares flaquee y sólo las obras destinadas a perdurar en el recuerdo los construyen con el suficiente peso como para aguantar el desgaste del tiempo y de nuestra experiencia como espectadores.

Sólo nos queda agradecer el esmero y el cariño de aquellos que consiguen mantener hasta el final la dignidad y el encanto de las cosas que crean por mucho que, como con todo en esta vida, eso sea lo más difícil.

viernes, 27 de septiembre de 2013

American Horror Story: Asylum. De locos. Y tanto.


Esta semana, me dispongo a recuperar las impresiones que me generó la segunda temporada de American Horror Story:Asylum. Debo ser de otro planeta porque, mientras a mi me ha parecido nefasta, mucha gente opina que es una temporada magistral, muy superior a la primera y no es difícil encontrar defensores a ultranza de ella.

Después de una primera temporada que me sorprendió para bien, los postulados cambian radicalmente y deja de tener interés alguno. Una decepción mayúscula.

Una serie que cobraba sentido en su provocación completa desde una perspectiva paródica a clásicos del terror –ahí estaban La semilla del diablo, Al final de la escalera, Los otros…- y que tomaba como base el exceso y la absoluta irreverencia petarda: una celebración marica, chillona y desmelenada que se presentaba como una gamberrada no apta para todos los paladares, pero divertidísima si enganchabas con su razón de ser tan excesiva y desacomplejada.


El error fundamental de la nueva temporada es el hecho de tomarse en serio a sí misma. Lo que antes resultaba ironía descacharrante, guiños divertidos y trasgresores se convierte ahora en algo moderno en el peor de los sentidos. Sobado y muy poco inteligente planteamiento, apto para "todos los públicos" -en el sentido de carnaza terrorífica- por curioso que parezca.

La serie busca aterrorizar y provocar, y es justo cuando patina por lo previsible que resulta todo y porque su manera de forzar la máquina de lo desagradable es tan manida que aburre una y otra vez. El tratamiento visual, además, ahonda en el peor terror posmoderno de fotogramas incrustados repentinos, saturaciones cromáticas, movimientos de cámara súbitos y demás síntomas de tan execrable género.

Eso por no hablar del guión: difuso, desperdigado en tramas que se pisan, que nacen y mueren, que dan vueltas por el simple y mero hecho de no contar con una principal, con un enganche que deje al televidente con ganas de seguir adentrándose en el malsano universo de Briarcliff. Escenas nada convincentes y ridículas, carentes de todo saber hacer y recursos burdos cuando no se sabe qué hacer con algún personaje son ejemplos que, evitando spoilear, saltan a la vista.


Los últimos capítulos –exceptuando el final que es horrible- parecen querer desprenderse de todos estos errores de bulto e intentan resultar más excesivos desbarrando de una forma inteligente a ráfagas, pero ya es mucho el lastre que llevan a sus espaldas.

Las interpretaciones responden bien, así como de nuevo el reconocimiento de guiños –aquí El exorcista, Alguien voló sobre el nido del cuco y Encuentros en la Tercera Fase como los más evidentes-, pero poco más. Ni siquiera la crítica a la iglesia retrógrada y a los abominables tratamientos y experimentos con pacientes considerados locos por no responder a los cánones de la educación recta y moralmente aceptable de la época resultan interesantes por el trazo grueso que dibujan.


Un ejemplo claro del estado de forma -por desgracia no tan bueno- que están pasando algunas series, ese oasis que de momento salva el estado alarmante de mediocridad del cine actual. Sirvan como ejemplos más recientes la segunda parte de la tercera temporada de The Walking Dead, la sexta temporada de Mad Men o la octava y última de Dexter.

jueves, 21 de marzo de 2013

Les Revenants: Entre vivos y muertos.


Desde hace un tiempo "el género zombie", por llamarlo de algún modo, está muy en boga. Podríamos decir que su representante actual por antonomasia es la adaptación a televisión del cómic The Walking Dead, serie que ha conseguido arrastrar a audiencias de diverso pelaje.

Sin embargo, esta entrada pretende ser una reivindicación de otra serie por desgracia no tan conocida y que poco tiene que ver en muchos aspectos con la mencionada anteriormente. Me estoy refiriendo a Les Revenants. Es esta una propuesta francesa de ocho episodios que cuenta con el atractivo principal de suponer una redefinición de todo un género autoparódico en muchos casos cuando no agotado. Esta perspectiva sería comparable en intenciones a la que el género vampírico experimentó con Déjame entrar de John Ajvide Lindqvist.

El planteamiento, y no me gusta adelantar demasiados aspectos de una serie o película, se sintetizaría en el hecho de que en un determinado momento distintas personas dadas por fallecidas vuelven a la vida como si nada hubiera pasado en una pequeña región de montaña. Y no, no faltándoles un brazo, con ganas de comer carne humana, arrastrándose sin pelo y desarrapados o  regurgitando sonidos imposibles. No, tal y como fueron vistos en el último momento.


Estas personas, muertas a todos los efectos menos para ellas mismas, intentan lógicamente volver a retomar las vidas que llevaban anteriormente a su fallecimiento, en el entorno y acompañados de las personas con las que se relacionaban. Y es en este hecho donde, más allá de la situación fantasiosa recreada, cobra sentido la serie en su complejidad interna: Les Revenants muestra los conflictos psicológicos y emocionales derivados de la re-entrada de esos sujetos desaparecidos en las vidas que llevan en la actualidad varios años después sus allegados pretéritos. ¿Cómo integras una persona a la que querías cuando ya la has dado por muerta y has encaminado tu existencia a derroteros muy distintos tras intentar superar ese trauma? o ¿cómo asumes internamente la desorientación que creas en tu entorno ante un hecho del que ni siquiera eres consciente como lo es tu propia defunción?

Y si nos fijamos, esta no es más que una metáfora de cómo dejar atrás todo el lastre de aquello de lo que nos intentamos desprender y, en última instancia, cómo responderíamos si ese ayer nos golpeara de nuevo en la cara. Es este planteamiento el que realmente me seduce y atrapa de Les Revenants, y claro, lo bien que está hilvanado e inteligentemente armado por un guión que cuida el detalle y pergeña situaciones dolorosas, sorprendentes y casuales a la vez.

Pero no es el único. El plano formal resulta majestuoso desde todas las perspectivas. La visual, por un tratamiento de la imagen soberbio, contenido, evocador y que flirtea con guiños al pasado y a multitud de referentes pop cinematográficos o musicales sin por ello dejar de tener una estética remozada en el mejor sentido. Los creadores evitan la vacuidad irritante contemporánea de productos tan a mi juicio abominables como la segunda temporada (Asylum) de American Horror Story, enferma de modernidad y resultando a la postre tan vieja.


Es precisamente la sensación conseguida tan fabulosa de inquietud serena e inducida con sutilidad la que me retrotrae a las atmósferas imborrables e insuperables de mi gran fetiche: Twin Peaks. Si bien la temática se aleja de la gran creación de David Lynch y Mark Frost - en ese sentido surge una afinidad más instantánea - que no profunda- con The Killing (ver aquí entrada al respecto), el espíritu más intrínseco y fascinante, el de esas texturas de irrealidad cotidiana en poblaciones reducidas aisladas del mundo impera. La capacidad de congelarte delante de la pantalla con esa maravillosa contradicción tan difícil de lograr de "estar ocurriendo continuamente algo sin ocurrir nada", no es tan predominante como en Twin Peaks, optando más bien por una dosificación de las cartas escondidas, echadas sobre la mesa con una elegancia y una sensibilidad sobresalientes.

Y por último quería reservarme el espacio dedicado a la música. No negaré que fue su score lo que llevó a interesarme por la serie. No por otra cosa que contar con una de las formaciones fundamentales del rock instrumental de los últimos veinte años: Mogwai. Los escoceses presentan un conjunto de piezas capaces de bambolearnos por distintos espacios emocionales con total independencia del papel trascendental que aportan a Les Revenants.

Pero es el conjunto que forman ambos, esa fusión, la que convierte la experiencia del visionado en un imborrable viaje al fondo del conflicto humano; una vez más resuelto en su irresolución a través de la ficción más trascendentalista.

Trailer de Les Revenants donde se aprecian diversos pasajes de la serie
 y  los espacios musicales dibujados por Mogwai.

viernes, 4 de enero de 2013

The Killing: Más que un Twin Peaks 2.0


En el artículo que escribí en torno Mad Men (leer aquí), ya comenté el increíble estado de forma en el que se encontraban las series de televisión en comparación al cine actual. Pues bien, hoy toca rendir homenaje a una de las tapadas, de las alejadas de los elogios generalizados: The Killing.

Como muchos sabréis, se trata de una serie de origen danés, Forbrydelsen (El Crimen), que consta de tres temporadas de duración actualmente. En este caso, me referiré al remake norteamericano producido por Fox. Por tanto, al no haber visualizado la danesa, no conozco las diferencias, las similitudes -más allá de las propias de la trama y personajes- y cualquier consideración derivada de la comparación entre ellas. Para conocerlas en profundidad, baste con rebuscar en la red estos aspectos: el artículo girará en torno a la serie norteamericana que, y eso está claro, tiene la suficiente autonomía como para ser diseccionada en profundidad por sí misma al contar con las virtudes suficientes la adaptación en sí.

Una de las cosas que más se han dicho de The Killing es compararla con una de las series fetiche por antonomasia en la vida de muchos de nosotros: Twin Peaks. En origen, la comparación tendría sentido ya que el punto de partida es la investigación policial en torno al brutal asesinato de una adolescente. La Laura Palmer de Twin Peaks vendría a ser en este caso Rosie Larsen. El arranque también muestra visos de turbiedad asociados a la víctima, una en teoría doble vida o detalles ocultos que pudieran convertir a la víctima en un ser desdoblado que bajo un envoltorio frágil, delicado y dulce escondiera un ser agotado por sus propias obsesiones, adicciones y mala vida en general.

Sin embargo, inteligentemente en este caso, la serie pronto, tras dar esas pistas falsas -muy propias al desarrollo de The Killing en sí-, se aleja de esa dualidad candidez-perversidad tan inherente al universo Lynch. Del mismo modo, los elementos más terroríficos o inquietantes son perfilados en un primer momento de forma análoga para más adelante desmarcarse de nuevo hacia otros derroteros: ni rastro del elemento esotérico, paranormal o delirante de Twin Peaks, aquí los verdaderos demonios y espíritus son los conflictos internos que cada personaje sufre derivados del asesinato o del rol que juegan en sus vidas por las decisiones tomadas a lo largo de la misma.

Podemos hablar por tanto de homenaje, y en ningún caso de plagio o mero sucedáneo de tan magno acontecimiento que supuso la serie creada por David Lynch y Mark Frost; es más, sería un acierto considerar a la serie como un turbio drama policiaco más propio de las aportaciones de Frost que del mismo Lynch. En esta creación que nos ocupa llevada a cabo por Veena Sud, los homenajes o guiños continúan en la figura de la absolutamente magistral detective que lleva el caso, una Sarah Linden interpretada de maravilla por Mireille Enos. En su angustia, en su incisiva búsqueda de respuestas y en su semblante fracturado por las inclemencias de la vida, es inevitable pensar en la Clarice de El Silencio de los Corderos, otro de los referentes que no pueden faltar; referentes que también dicen mucho en la propia estética, y más aún en localizaciones y condiciones climatológicas.


Y es que la serie transcurre en Seattle (nuevo referente 90's por antonomasia para muchos de nosotros, baste decir que llega a mencionarse un concierto de Soundgarden al que acuden siendo jóvenes dos de los personajes), y Seattle ya sabemos que es lluvia, humedad,bosques, frío... un gris metalizado envolvente que ahoga las ideas y los corazones de cada uno de los protagonistas. Hay espacio para batidas e incursiones en la noche y en los absorbentes bosques de la zona como en Twin Peaks, pero el contraste se complementa con una ciudad urbana siempre supurando agua y destellos de luz desvanecidos, donde el acero se mezcla con la madera aportando otro punto innovador, moderno y diferenciador al del pueblo maderero incrustado en nuestra memoria.

Nuevos aciertos: lo que nos supone ese auténtico viaje entre Logias Negras, espíritus y tramas secundarias en ebullición no controlada sin cerrar que supuso la conclusión de Twin Peaks -recientemente se rumorea un rescate de la serie por parte de David Lynch para cerrar veinticinco años después las tramas abiertas por esos mismos personajes- aquí afortunadamente logra una conclusión emocionante, amarga y contenida a la par que catártica. Y eso es otra gran virtud: The Killing se cierra en el momento que tiene que hacerlo firme,   elevada y serena. Lástima que tras indicar que no habría más temporadas, de forma completamente acertada, parece que ahora pudiera dar lugar a una tercera -hay que tener en cuenta que la serie danesa trata distintos asesinatos, mientras que en The Killing las dos temporadas giran en torno al asesinato original-.

No olvidemos que, por mucho que amemos Twin Peaks, poseía un problema de estructura y guión clave: una serie vive de una trama principal a la que se van añadiendo en paralelo un conjunto de tramas secundarias que nacen y mueren paulatinamente mientras la principal continua desarrollándose como motor y principal atractivo del metraje -en este aspecto la serie de Dexter es un portento tras siete temporadas en activo-. Y ese era el inconveniente: Una vez que conocimos la solución al enigma principal, al leit motiv de su creación "¿Quién mató a Laura Palmer?" y la serie continuó adelante, el sustento en base a filamentos de menor calado inevitablemente llevó a  la pérdida de interés por todo aquel que no sea fanático de algo -y, sí, yo lo soy de David Lynch y no me importó en demasía, pero a muchos televidentes sí-, de ahí el cerrojazo abrupto y precipitado a Twin Peaks en su día-. The Killing, sin embargo, juega sus bazas hasta el mismísimo final, hasta el último aliento, guardándose ases en la manga que te golpean sin piedad en el último segundo con la bocina a punto de sonar.


Otro valor añadido, las interesantes subtramas de las que hablábamos. Consecuente con los tiempos en que vivimos y con el drama humano a todos los niveles en que estamos inmersos, el mensaje de The Killing suena actual y revelador: en el conviven la política turbia de intereses creados capaces de llevar su consecución a las últimas consecuencias, el conflicto humano de la abnegación profesional con riesgo a perder todo lo que se quiere y resultar desintegrado por un trabajo al que se debe uno en cuerpo y alma o la rapiña despiadada de los medios de comunicación, son aspectos plasmados con un fino bisturí que nos invitan a la reflexión tras su visionado.

La dualidad estética homenaje 90's/vanguardia que mencionaba antes alcanza su cenit a través de un montaje sobresaliente, especialmente al final de los episodios sobre los que un mismo fondo musical in crescendo acompaña distintas situaciones que ocurren paralelas en el tiempo consecutivamente emitidas dejándonos siempre con ganas de más de forma medida y certera.

Para terminar, en un blog tan amante de la música, no puedo dejar sin mencionar su banda sonora; obviamente no alcanza el nivel de inmortalidad de la de Angelo Badalamenti para Twin Peaks, pero tampoco es lo que pretende Frans Bak. Aquí encontramos electrónica de habitación, melancólica y lánguida, poseedora en ocasiones de drones tristísimos acompañando planos o secuencias evocadoras que son retablos de post rock de vanguardia mientras no deja de llover dentro de nosotros, por mucho que el sol brille desde la ventana.

Finalmente, habrá tercera temporada. Absolutamente innecesaria. 
Es una pena que muy pocas cosas en esta vida sepan alejarse en el momento preciso.

martes, 20 de noviembre de 2012

Mad Men: El detritus se viste de corbata.



Tras eliminar el cerrojazo auto-impuesto a las series de televisión durante años, han sido bastantes las que me han volado la cabeza en los últimos tiempos: Breaking Bad, Dexter, Black Mirror, The Walking Dead, American Horror History...y, sobre todo, a la que rindo especial homenaje en esta entrada: Mad Men.

Reconozco que me costó unirme al carrusel de series que copan la oferta actual. Eran muchas las voces y opiniones que hablaban maravillas de ellas y, no sé, quizá por el ya de por sí ajustado tiempo del que disponemos no me decidía a decantarme por ninguna.

Qué duda cabe que la forma en que se dilatan temporada a temporada crearían una dependencia e inversión de existencia que sin duda debiera estar a la altura de lo que éstas fueran capaces de aportarme. Y, demonios, vaya si lo merece.

Los grandes guionistas, directores  y elenco de actores campean por ellas actualmente. Es más, es de tal forma así que, si comparo lo que me han enriquecido algunas en comparación a lo que lo ha hecho el cine de estreno en los tres o cuatro últimos años, desde luego concluiría que el séptimo arte no pasa precisamente por sus mejores horas al estar volcado el talento por el lado del serial.

Tradicionalmente, en mi pedestal siempre estuvieron Twin Peaks y A dos metros bajo tierra, dos series que me habían conmovido, cada una a su forma. La primera como cenit de la fascinación visual, obsesiva, onírica y mágica del universo Lynch y la segunda desde la perspectiva de mostrar magistralmente la fragilidad de la vida, sus decepciones y sus transformaciones desde una visión ácida y conmovedora a la par.


Y ahora en este Olimpo reducido irrumpe Mad Men. Por si alguien no lo sabe, la serie se sitúa en la Nueva York de los años 60's, en plena hegemonía del negocio publicitario, en el corazón de Madison Avenue, cuna de grandes y emergentes agencias de publicidad que se disputaban potentes anunciantes en un periodo de bonanza consumista.

Es habitual oír hablar acerca de las virtudes de Mad Men desde la perspectiva de lo bien que se encuentra recreada esa época histórica a la que se refiere, retrotrayéndonos sin problema a esos días y situaciones; o de la elegancia estética que destila su estilo, cuidando cada detalle, cada guiño capaz de ser apreciado sensorialmente hasta convertirla en una serie trufada de fetiches (trajes, peinados, copas de diseño, cigarrillos, coches, fiestas, canciones...); así es la propia publicidad: un mundo fetichista donde la distinción y el valor añadido aportan cualidades superlativas que erotizan nuestra mente hasta anhelar poseer un determinado objeto de deseo.


El contexto cronológico de acontecimientos históricos que de forma tangencial afectan a la trama están también muy bien perfilados en un periodo convulsionado por la lucha entre la vanguardia artística y el hippismo frente al conservadurismo. Destacar la crónica que sobre las distintas conquistas sociales hace gala Mad Men: la consecución de derechos para la población negra, la aceptación homosexual o la posición de la mujer en el entorno laboral, en el desarrollo de su independencia y, en definitiva, en su lucha por alcanzar un status quo en un mundo predominantemente machista.


El guión cumple un papel importante, sobre todo en el desarrollo inicial de la serie, pero la propia trama en sí misma que en casos como Breaking Bad adquiere la etiqueta de magistral, no es tan importante en última instancia en el devenir de Mad Men y más bien es un drama de situación, donde los personajes adquieren un poder simbólico extraordinario y cada uno perfila hasta la extenuación virtudes, defectos, carencias y deseos.

Por otro lado, como licenciado en la materia y persona que ha trabajado años en la profesión, me resulta divertido e irritante -por los sinsabores que ello crea en ocasiones- la plasmación de todo el entramado publicitario, las relaciones con clientes, medios, las defensas de estrategias o conceptos ante anunciantes, los rechazos despectivos a las ideas que tanto ha costado construir o los vivificantes momentos de exuberante creatividad que fluye de nosotros convirtiéndonos coyunturalmente en seres invencibles por absurdo que parezca.


En mi experiencia personal como redactor en el mundo de la publicidad, he vivido momentos patéticos como cuando mi director de agencia llegó borracho a la oficina para despedir a un compañero al no tener valor a hacerlo sin estarlo y encima nos lo contó después; cómo afamados médicos de una compañía de hospitales anunciante llegaban a altas horas de la tarde para encerrarse con mi jefe en el despacho con una botella de whiskey por medio mientras los demás nos íbamos a casa, esa cárcel a la que ellos no quisieran regresar y ahogaran torpemente en alcohol; ver llegar fastuosas cantidades de comida encargadas para "compensarnos" esas horas extra en las que no podíamos ir ni a comer para que el trabajo saliera para la presentación de las 18.00h -sin remunerar, claro, "aquí se sabe cuándo se entra, pero no cuándo se sale"-; o cómo debiera defender estrategias o ideas creativas que ni siquiera eran mías al haber sido contratadas a un externo - sin saberlo el cliente, obviamente- y decirme con gesto adusto a la cara éste que no había entendido nada del briefing quedando ante sus ojos como un inepto por un trabajo malo que debiera fingir haber hecho yo y entonar humillado, además, el mea culpa.


En fin, imborrables miserias varias que ahora disfruto con una sonrisa entre la melancolía y el sarcasmo sentado en un sofá al ver los diferentes episodios y observar retratadas tantas circunstancias similares.

Hasta aquí el plano formal, "impecable", pero quisiera hacer especial mención al trasfondo de todo esto: el plano "implacable". Me sorprende no pocas veces cuando hablo sobre Mad Men con personas como obvian todo el trasunto subterráneo que late en la serie de forma perniciosa y expuesta: la insatisfacción personal y la terrible soledad del éxito, items tan capaces de hacer tambalear al espectador que entiendo que el espejo ante el que muchos y muchas se encuentran les haga mirar para otro lado evitando su imagen.

Pues tranquilos, que aquí estoy yo para sujetaros bien fuerte los párpados y separarlos de vuestros ojos cerrados a la fuerza.

Lo primero que llama la atención es la hipocresía que campea a sus anchas en las relaciones laborales. Una hipocresía ocultada por palmadas en la espalda ajena y cuchillos escondidos tras la nuestra. A esto añadamos la envidia corrosiva, el ansia por derribar al adversario, por conseguir una pequeña victoria profesional que ahogue las terribles derrotas que en el plano personal copan la vida.

Vidas de cara a la galería: naturalezas muertas de bonita esposa jarrón, bebé, piso y coche ejemplares que exponer ante los semejantes, mientras se desea al resto de mujeres, que el bebé crezca y nos deje en paz, vivir de alquiler en un picadero y llevar a todas en un Jaguar.


Y, por supuesto, la humillación del empleado, la exhibición grotesca del dedo índice superior señalando tu error o, peor aún, haciéndote partícipe de aquel que no fue el tuyo, carrusel implacable sin ningún reparo de desprecio bajo ventanales diáfanos.

Y como ente antropófago reinante está omnipotentemente retratada la dictadura de la entrepierna, auténtico motor del mundo. Resulta doliente y real la forma en que el sexo es reflejado en todas su vertientes: desde la de la desintegración del deseo, desde la del engaño, desde la del peligro, desde la de la transacción comercial...,es decir, desde todas aquellas alejadas de la primigenia naturaleza revitalizante y sin efectos secundarios.

Porque el placer lleva implícito el dolor y todos lo sabemos; y el buscar es el motor de nuestras vidas, y no el encontrar, antesala del perder; y porque todo cansa, paradójicamente sobre todo aquello que utilizamos para descansar del cansancio, y porque lo eterno se resquebraja y porque el precio a pagar por encontrar una salida te consumirá aún más, te hará sentir más despreciable mientras luces la sonrisa del éxito ante los demás si tu situación te lo permite.


La miseria existencial nunca ha sido retratada con tanto vigor y decadencia impoluta. Tanta beautiful people herida de muerte, remendada con mil paraísos artificiales para escapar de todo menos de lo que fundamentalmente se busca: hacerlo de uno mismo.

domingo, 20 de febrero de 2011

Protagonista medio

Vivimos en la histeria colectiva de las series de TV. ¿Quién no ha tenido su conversación laboral acerca de la última temporada de alguna o el e-mule echando humo descargando episodios aún ni siquiera retransmitidos por televisión?
Todos, hasta el freak que se había negado a volver a ver una serie en TV desde la sacro-santa Twin Peaks, ha sucumbido y ha terminado siguiendo alguna. Pues bien, si nos adentramos mínimamente en la trama, asuntos o inquietudes de sus personajes, llegamos a la conclusión de que la mayoría de los problemas giran en torno a asuntos afectivos, misterios paranormales o giros de guión entre el absurdo y el humor cotidiano. Hasta ahí pudiese parecer que todo es normal, que es "guay", que tiene a cerebritos guionistas teniendo colgada a la sociedad de los "menosdemileuristas" noche tras noche, pero... ¿es esa la verdadera cara del mundo? ¿refleja un tipo de realidad o solo la "realidad de un estrato social determinado donde no existe identificación posible socio-económica y sólo estético-cultureta? Sí, es la realidad de una clase media acomodada con un estatus consolidado, con dinero suficiente y trabajo estable como para cambiar de piso en cuanto se separan de su rollito de temporada, viajar a otros países, comprar mascotas, ir en avión, hacer cenas cada dos por tres con los amigotes solterones, estrenar flamante coche...donde, si por casualidad, aparece un indigente no dejaría de llevar afeitado y abrigo de diseño y hasta se ligaría a la prota ejecutiva de vuelta de todo... y mientras ellos y ellas se rasgarán las vestiduras -o las venas llegado el valle en la curva de audiencias-preocupados en un sinvivir por ¡oh, tragedia! ese dolor tan egoísta de alcoba porque fulanito o menganita les ha dejado por cuernitis o por dejar de tomar la medicación que les encargó un especialista privado de "a 1000 euros la consulta". Y nos dará penita y sus vidas nos parecerán "cool" y no nos estaremos dando cuenta de que ese "estilo de vida" se introduce por nuestras antenas, sobrevuela las patentes de los grandes almacenes con hilo musical domesticado y se aloja, finalmente, en el plato precocinado que ingerimos delante del "elemento de masificación reunida" frente a las 625 líneas cada noche.