jueves, 18 de octubre de 2012

Dentro de la cueva del tiempo.



Hoy quiero rendirle homenaje a los libros de Elige tu propia aventura de Timun Mas. Más concretamente al primero de ellos: La cueva del tiempo (E. Packard).

Recuerdo cómo llegó ese libro a casa de mis padres hace unos veinticinco años. Lo trajo un amigo de mi tío -el mismo al que le debo haber visto en el cine El imperio contraataca con 8 o 9 años y el que me permitía ir con él una y otra vez allí donde echaran Flash Gordon aunque hubiera otras películas en el cartel-.

 En apariencia era un libro normal, no muy grueso, con la cubierta en rojo y una ilustración inquietante con un caballero sobresaliendo en su mitad. Lo realmente "transgresor" radicaba en el desarrollo del mismo, en la posibilidad , como tanto remarcaban sus instrucciones, de que TÚ eras el héroe; concretando esto, venía a significar que estaba escrito en segunda persona del singular, dirigido de forma directa al lector: el autor te contaba dónde estabas y las posibilidades de acción de las que disponías.

Lo que hacías, y eso era lo fundamental, era elegido por ti mismo entre las opciones que tras un determinado número de páginas leídas debieras adoptar. Esto te desplazaba de una página a otra del libro, por lo que su lectura no era lineal y la toma de decisiones variaba entre dos o más.

Todo ello te derivaba hacia un final u otro -recuerdo que en la portada de los libros indicaba entre cuántos finales distintos podría acabar tu historia-. Mis preferidos eran los que tenían más finales, puesto que la gracia de la lectura radicaba en encontrarlos todos, si bien un final feliz reconfortaba y uno fatídico te dejaba helado.


Ni que decir tiene que este fue el arranque de numerosas colecciones de novelas primitivamente interactivas: los basados en el universo de Dragones y mazmorras de tapa negra, los de La máquina del tiempo -donde a través de dicho artilugio viajabas en cada uno a distintas épocas con una misión concreta y en vez de haber diversos finales, el fracaso radicaba en perderte en bucles de lectura-, etc.

Posteriormente los más avanzados entraban en juego con lápiz, goma, ficha de personaje y dados o tablas numéricas, un claro ejemplo de protro-rol. Esta evolución era fascinante y mis colecciones preferidas eran las de Altea Junior y los Advanced dungeons and dragons.

Pero no quiero desviarme del protagonista del artículo, La cueva del tiempo. Su punto de partida te llevaba al encuentro casual de una cueva en apariencia normal, pero que al penetrar en ella te transportaba misteriosamente a otra época histórica pasada o futura.

Al salir de nuevo de ella, te encontrabas en mitad de la Edad Media, corriendo por que un dinosaurio no te aplastara o perdido en el Lejano Oeste. Imaginaros lo asombroso que es para un niño imaginar y formar parte activa de esa forma con el poder de evocación absoluto de la lectura.

Quizá hoy suene descacharradamente rudimentario e inimaginable para una sociedad educada de forma salvaje en el valor y la predominancia de la imagen frente a la palabra, pero, por aquel entonces, cada incursión en la caverna era un ensoñador viaje que sentía dentro de mí ser como único e intransferible.

Recuerdo cómo me gustaba jugar especialmente los días lluviosos, de cielo gris; no sé realmente el motivo, puede que fuera por la escafandra de nubes densas que cubría mi cabeza y reducía las posibilidades de movimiento y acción del ser humano en el mundo real.


Salía a la terraza de mi casa, un primero, cercano a la calle, y me alegraba no estar molesto por el trasiego de gente debajo de mí. Miraba al frente y el firmamento oscuro y amenazante era mi único compañero mudo. A veces levantaba los ojos del libro y los fijaba en el horizonte como si de forma velada entre los nubarrones aparecieran instantáneas de lo que estaba viviendo allí, sentado en el suelo y cubierto con una manta a la imagen de Bastián Baltasar Bux con el que tanto me identificaba.

Y, bueno, rememorarlo, me hace sentir bien y protegido, aunque el cielo de hoy en día ya no refleje más que la nostalgia de alguien que difícilmente aprendió a crecer.

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