domingo, 28 de junio de 2015

¿Existe futuro para Juego de Tronos?


(ATENCIÓN: este texto puede contener spoilers literarios o televisivos de los universos Canción de Hielo y Fuego y Juego de Tronos).

Tras devorar en tres días la quinta temporada de Juego de Tronos, me dispongo a escribir de nuevo un artículo sobre unas de mis aficiones principales -y la de tantos otros en los últimos tiempos-, las series de televisión contemporáneas. La verdad es que nunca pensé que escribiría algo sobre el universo asociado a George R.R. Martin, pero creo que la multitud de incógnitas e interrogantes que deja la serie y su correspondiente paralelismo con los libros que aún quedan por escribirse de la saga Canción de Hielo y Fuego, abren un interesante debate sobre el futuro que les deparará a ambos formatos y sobre la cada vez más difícil –o fácil, según se mire- relación entre ambos.

Resulta curioso que sea precisamente ahora, en el momento en que la serie quisiera distanciarse más de las tramas literarias o, al menos, adquirir determinadas licencias para abrirse su propio camino no tan dependiente -tarea harto complicada sin soliviantar a la parroquia de fans del universo escrito- cuando más presteza y tino ha conseguido su adaptación televisiva.

 La presión que se adivinaba en pasadas temporadas, especialmente en la segunda y la tercera, tras una inmaculada y soberbia primera temporada para enmarcar en el universo de las grandes obras maestras de las series modernas, parece haber disminuido. Y es que la fidelidad, atmósfera y solemnidad alcanzada con aquel arranque no es fácil de olvidar.

Me resulta divertido ahora recordar mi ingenuidad primitiva al visionar los primeros tiempos de la serie y ponerle un “pero” por omitir al personaje de Edric Tormenta –el hijo bastardo de Robert Baratheon oculto en RocaDragón-. Torpe de mí, poco sabía por entonces que ése sería un detalle de lo más nimio comparándolo con el libre albedrío posterior que iba a alcanzar la adaptación televisiva.

Sir Psycho-Sexy

El nuevo aire que le veo a estas alturas a Juego de Tronos muy probablemente venga marcado indirectamente por la pérdida de fuelle e incomprensibles juegos literarios que Martin pone en práctica en sus dos últimos libros, los fallidos Festín de Cuervos y Danza de Dragones. El principal, el de dividir el desarrollo de tramas que confluyen en el tiempo y separar a sus distintos personajes en dos libros que aparecieron publicados con seis años de diferencia.

Al problema añadido de la parsimonia a la hora de escribir del autor, hay que sumar la complejidad estructural del universo Martin, no sólo ya por su ambicioso juego a novela-río definitiva de la historia, sino a la multitud de detalles escondidos en sus miles de páginas, imposibles de recordar con el paso inexorable del tiempo para el lector. Desde luego, no resulta fácil seguir adecuadamente la saga con espacios temporales entre volumen y volumen que se pueden ir fácilmente a los seis años o más entre volumen y volumen.

Esto provoca una irritante sensación de estar ante un Diógenes de narrativa estéril con quien resulta harto difícil una implicación directa a través de la multitud de cauces abiertos, más o menos excitantes, ya que el lector, al enfrentarse a un nuevo libro, no recuerda prácticamente más que su esqueleto esencial.

No diré nada nuevo si digo que la mejor solución hubiera sido la de soltar lastre y no estar tan obsesionado por crear un engendro tan abominablemente grande que acabara por devorar a su propio creador. Vamos, menos páginas, menos lapsos de tiempo entre obras y más rescate de lo fundamental.

Por tanto, lejos de achacarle a la serie la preocupación principal de alcanzar –Hasta luego, Bran-, o incluso superar, como ha terminado ocurriendo, el desarrollo hasta el que ha llegado Canción de Hielo y Fuego, hay que terminar por felicitar a los responsables de su adaptación televisiva por el coraje y la determinación de tomar un camino propio, más allá de la traición al espíritu original o la omisión de determinadas circunstancias, personajes o hechos.

La agilidad narrativa en el formato de pantalla también ha logrado hacer permanecer intactos el aura, el carisma y el encanto de personajes absolutamente agotados en las páginas de los libros por sus subtramas, divagaciones y caminos a ninguna parte. Sirvan como mejores ejemplos Daenerys Targaryen, Arya Stark y Tyrion Lannister.

Despojados de toda la broza posible, las tramas de estos personajes fluyen ágiles, quizá algo disminuidas en cuanto al montante psicológico de los personajes, eso es innegable, pero, al fin y al cabo, discurren acertadamente adaptadas al formato televisión sin caer del todo en lo obvio y burdo.
A destacar para lograr este hecho el innegable trabajo de producción. Se nota que hay presupuesto. Comparen si no los tremebundos desarrollos audiovisuales de esta última temporada con las elipsis en las batallas de la primera temporada o el chirriante aspecto de los dragoncitos recién nacidos con el deambular estratosféricamente majestuoso de Drogón a día de hoy. Para ello, HBO concentró todo su poder económico en Juego de Tronos, llegando a eliminar una teórica sexta temporada entera y la reducción a siete episodios de la quinta, de su fastuosa y absolutamente imprescindible Boardwalk Empire para ello.

Otros ejercicios deslumbrantes en materia audiovisual los encontramos en el octavo y noveno episodio de su última temporada hasta el momento. La licencia argumental llevada al infinito de su potencial televisivo como lo es el enfrentamiento entre caminantes blancos y muertos contra los salvajes y un pequeño reducto de la Guardia de la Noche, es una auténtica golosina para los sentidos, un tour de force adictivo que deja sin palabras, más que nada porque no lo ves llegar. Igualmente, acertado es el festín de sangre y fuego en que terminan las luchas en las arenas de Meeren con Daenerys huyendo a lomos del dragón. Desde luego, nada que ver con los –aún- limitados recursos que hubo para plasmar la batalla del Aguas Negras o el asedio a El Muro por parte del ejército salvaje.

Actitud perdonavidas

Como decía, es a partir del cuarto libro cuando Martin, quizá superado por lo que iba a ser una trilogía inicialmente, comienza a lanzar sobre el estrado multitud de nuevos personajes con un papel o background detrás lo suficientemente importante como para ser inconcebible sacarlos a escena después de tantas páginas escritas. La serie, sabiamente, decide prescindir de ellos en su mayoría. O bien juega a incluir detalles de los mismos fusionándolos dentro de otros personajes, así vemos con perplejidad inicial como son Jaime Lannister y Bronn quienes van a Dorne al rescate de Myrcella –por cierto, magistral tratamiento en todos los sentidos de las tierras sureñas en comparación a la pereza que generan en su desarrollo literario- o cómo es Jorah Mormont quien enferma de psoriagrís.

Fundamental resultó que la televisión decidiera prescindir de uno de los episodios más controvertidos de la saga literaria: la “resurrección” de Catelyn Tully y su reclutamiento en la Hermandad sin Estandartes del perturbador Beric Dondarrion y compañía. Destino que le corresponde igualmente a Brienne de Tarth en los libros; personaje, por cierto, que deambula con tan poco tino entre páginas  como en pantalla, sin encontrar jamás un sitio o trama decente en la que escudarse.
Y es esa sensación de vagar sin rumbo de los personajes que muchas veces apreciamos en la lectura la que la serie ha querido borrar de un plumazo. Sirva como ejemplo bandera el caso de Arya. La atmósfera de extrañeza, oscuridad y turbiedad que consigue el personaje y su entorno en el Templo del Dios de Muchos Rostros ya hubiera deseado un millón de veces los libros haberla alcanzado. Dudo que haya alguien que mantuviera el interés en la lectura cada vez que tocaba un capítulo de Arya desde, por lo menos, haber abandonado a El Perro. Cosa parecida ocurre con Tyrion Lannister y su pseudo-romance con la enana y los mil tumbos entre clanes, ciudades y monsergas varias en las que se enfrasca Martin en Danza de dragones. Llama la atención ese maltrato literario, esa cantidad de lastre tirado encima de sus, en sus propias palabras, personajes favoritos de la saga.

Eso sí, lo que me parece del todo inaceptable, es haber obviado por completo el desarrollo del universo GreyJoy, punto álgido narrativo sin duda alguna desde Festín de Cuervos. Me cuesta pensar que la irrupción de todos los personajes tan carismáticos de las Islas del Hierro vayan a quedarse sin aparecer en la serie, pero, igualmente, si se trata de hacer una reducción a lo imprescindible en aras de un argumento principal que nos lleve a alguna parte, quizá tenga que reconocer, no sin cierto dolor, que se pueden fumar sin problema su deslumbrante irrupción. Eso sí, visto lo visto, en este caso lucir una camiseta de la casa Greyjoy comercializadas por HBO en la primera temporada debiera verse traducido en compras a través de E-bay de las mismas por valor de 5000 euros mínimo. Además, se notó un cuidado estético y esmero en los guiños a dichas islas en sus breves apariciones de pasadas temporadas. Me consta que somos muchos los die-fans de esta casa y recuerdo hasta mis búsquedas en google para saber qué actor interpretaría a Victarion Greyjoy o al sacerdote principal del Dios Ahogado, Aeron Greyjoy “Pelomojado”.

Frente a los ninguneos y a los libres albedríos argumentales, destaca en el lado opuesto el tratamiento respetuoso y fiel de todo el universo Desembarco del Rey. Ahí uno tiene la sensación de recrear casi cada momento de los libros y son muy pocas las violaciones argumentales u omisiones llevadas a cabo –eso sí, a ver quién es el guapo de olvidar la experiencia lésbica puntual de Cersei en Festín de Cuervos, momento tórrido por antonomasia de la saga entera-. La serie gana solemnidad y empaque cada vez que sus escenas recaban en la capital de los Siete Reinos. Además, el tratamiento de Cersei Lannister es soberbio, a la altura de su papel estelar en los dos últimos libros de Martin. La Isabel Pantoja de Juego de Tronos brilla por todo lo alto, desde su auge a su decadencia absoluta.
Y volviendo a las licencias, más allá de personajes que no aparezcan o inventar el destino de alguno de ellos, llegamos ya a algunas que no me parecen de buen gusto. Me refiero, sobre todo, a la muerte de personajes que en los libros todavía siguen vivos: Mance Rayder o Barristan Selmy, sin ir más lejos.

Dulce carne de cañón

En este caso, especial es el desarrollo del décimo y último capítulo de la quinta temporada donde los productores se vienen arriba y, frente a la fidelidad impoluta que merece Cersei Lannister y –en gran medida- Arya Stark, adelantan una presumible muerte de Stannis Baratheon a manos de la inevitable “dónde meto yo a ésta” Brienne de Tarth, tan impensable literariamente hablando como la de su combate con El Perro en la pasada temporada. Mención aparte la desgarradora escena donde su hija Shireen es quemada viva en el anterior capítulo para la gloria del Dios de la Luz y salvamento del ejército sitiado entre las nieves. Esta licencia sí que me parece del todo demoledora en cuanto a crudeza y a emoción desoladora.

En esta conclusión, la serie se atreve también a apuntar cosas que no sabemos si ocurrirán o no, adelantando la llegada del ejército Dothraki de nuevo a las órdenes de Daenerys o es capaz de cargarse el cliffhanger por antonomasia de Danza de Dragones, confirmando la muerte de John Snow (digo yo, vamos, porque si sobrevives a esas cinco mojás, eres más duro que el titán de Braavos).

Por tanto, cabe destacar que la saga literaria de Canción de Hielo y Fuego y la serie televisiva Juego de Tronos, gracias al desarrollo de los acontecimientos, se me antojan más que nunca dos universos compatibles, no sólo ya en términos de fidelidad o inspiración, sino por la rica complementariedad que pueden aportarse mutuamente al ser disfrutados de manera independiente y no ya encorsetados al único baremo de la fidelidad.

Quizá esta era la única salida posible ante la calma de Martin a la hora de escribir los dos libros pendientes (The winds of Winter y A dream of spring) -¿tres? según algunas afirmaciones suyas dejando la puerta abierta-. También pienso que esto se debe a un interés por parte de Martin de que su ambicioso proyecto sea recordado con el peso y la megalomanía suficientes como para ser escindido directamente de la adaptación televisiva, como si eso hubiera sido un acercamiento lo más fiel posible a una obra de dimensiones ingentes. ¿Soberbia, justicia poética, casualidad? Quién sabe.

"...Y me tomé cinco pollos y no escribí una línea durante dos días".

Y son más aún las preguntas con las que se debe cerrar este análisis: ¿cuál será el futuro de los libros teniendo en cuenta lo avanzado por la serie sobre acontecimientos aún por escribirse? ¿Podrá mantenerse Martin ajeno a ello? ¿Romperá sus planteamientos iniciales? ¿Serán avances de lo que leeremos destruyendo la sorpresa y la fidelidad de aquellos que venimos del universo literario y terminamos en la serie? ¿Le importarán al gordo barbudo estas cuestiones? ¿Es todo una venganza de HBO a la parsimonia del autor? ¿Se vengará ahora éste dando un tratamiento radicalmente distinto a lo adelantado por la serie? ¿Te quedas con la serie? ¿Te quedas con los libros? ¿Con ambos? ¿Con ninguno? ¿El que mola es Tolkien :P?

viernes, 5 de junio de 2015

Standstill: Un adiós interior.



(Escrito originariamente para Muzikalia).


Madrid, 03/06/2015

Me resulta difícil hablar de Standstill separando de ello mi trayectoria vital. Mis grandes satisfacciones y sinsabores existenciales han tenido su música como banda sonora permanente. Por ello, la noticia de su separación -o parón indefinido, según sus palabras- ha sido un jarro de agua fría.

No obstante, las declaraciones de Enric Montefusco y el comunicado de la banda al respecto han sido de una sinceridad y de una coherencia monstruosas; tales, que tiraban de espaldas y justificaban lúcida e inequívocamente tal decisión. Ojalá todos supiéramos sabernos retirar a tiempo con el mismo brío e intención con los que intentamos empezar las cosas.


Esta visita a la capital suponía un adiós que prometía emoción, encuentros interiores y un enfrentamiento claro y directo con uno mismo. Eso es lo que ofrece Dentro de la luz (13) y su correspondiente espectáculo escénico, Cénit, el cual los catalanes venían a presentar, una ocasión única para la introspección carnal más reflexiva y valiente.


Hablo en condicional porque varios hechos truncaron lo que debiera haber sido la presentación al uso de Cénit: problemas con los proyectores, problemas físicos de algunos de sus miembros y, sobre todo, el hecho de que este concierto fuera a suponer el final de la banda como tal sobre las tablas -a excepción del futuro tributo en Apolo a su etapa B-Core primitiva-.


Esto hizo confluir lo que era un espectáculo íntimo, difícil y apasionante en su digestión -como lo es su último disco- con lo que debiera ser una celebración repaso a sus grandes canciones más conocidas. A mi juicio, la mezcla de ambas facetas salió descompensada, coja y desorientadora. No, desgraciadamente no podemos decir que fuera un concierto memorable. Lo sabemos. Lo saben.




Los temas de Cénit sonaron, curiosamente, muy bonitos y lustrosos, si bien ya es casualidad que mis dos canciones preferidas, y sin duda las de mayor calado emocional de Dentro de la Luz, fueran omitidas: "Puedo pedir" y "Si vieras". Aún así, y ciertamente jodido porque era la primera vez que escucharía esas dos letras ante mí en vivo, el resto de temas acompañados de láser, humo y juegos de luces otorgaron cierta aura de réquiem purificador.


No tan bien paradas salieron las canciones repaso a su carrera desde ese punto de inflexión, a la larga revelador e imprescindible, que fue su disco homónimo publicado en 2004. En parte, esto fue debido a una frialdad y a un distanciamiento palpables entre los miembros de la banda, pese a lo conmovidos que estaban cada uno de ellos individualmente. Hay que reconocerlo: Standstill parecían una banda herida de muerte en cuanto a química entre sus miembros y las continuas arengas a pasarlo bien, cantar y bailar de Enric no hacían otra cosa que acrecentar una atmósfera turbia.


Pero, por encima, estaban sus canciones y su recuerdo. Y su indispensable presencia en mi vida, algo que tuvieron, tienen y tendrán dentro de mi corazón; algo que me ha permitido explicar lo que es sentirse parte de su comunidad emocional universalmente presentada en ese retablo de la lucha cotidiana de un ciudadano cualquiera que es Vivalaguerra (06) y su inmortal gira, haber padecido y superado grandes baches personales a través de obras tan indiscutiblemente personales y arriesgadas como Adelante Bonaparte (10) y poder contar lo que suponen para mí, e, incluso, poder preguntar a su principal compositor lo que suponen para él a través de entrevistas.


Esos pequeños acercamientos a su mundo, y tener la suerte de deshojarlos bajo mi prisma para los demás, es un pequeño privilegio, quizá algo mundano, pero que me llevaré a la tumba, lo mismo que me llevaré sus caras despidiéndose de un público entregado y suplicante por que volvieran tras dos bises indicando que "les echaban" literalmente de la sala mientras todos gritábamos desde abajo "Sí se puede" antes de que los dueños de la sala pusieran música de ambiente y se plegaran instrumentos y montajes. Puro espíritu de los tiempos.


No, no diré las canciones que sonaron mal, desangeladas o fuera de contexto. No lo merezco recordar, no lo merezco expresar y no lo merece una banda que me dio tanto. Prefiero quedarme con la fuerza infinita que siempre transmitió en directo "La mirada de los mil metros", el angustioso cántico de "Feliz en tu día", la celebración inmortal -y tan doliente en un día como ayer- de "1,2,3, Sol" o la recurrida y extrañamente bella "Cuando".


Y sí, a medio gas, deshilachados y con la herida abierta demostraron que el hueco dejado por la coherencia, la fe en un proyecto y la valentía del que cree en el valor de lo que hace es de un tamaño descomunal, más en estos tiempos; un auténtico agujero negro al que da pavor mirar. Hoy, más que nunca, también somos, fundamentalmente, aquello que perdemos.

Standstill presentando en C33 su disco VivaLaGuerra. 
Posiblemente, el momento más álgido de la banda.