Estos días vengo recordando los varoniles madelman con los que jugaba mi hermano en su infancia. Robustos, de mirada cetrina, musculados, siempre dispuestos a realizar su heroico cometido como soldados, como bomberos, como cazadores, como pilotos, como buzos... Trepidante metáfora del super-hombre infalible, cero defectos, siempre diligente y eficiente en su tarea.
El otro día, de mudanza, encontré en casa de mis padres por casualidad uno de estos muñecos en comprometida pose: desprovisto de todo ropaje identificativo y flexionado en una postura imposible -tan grotesca como la del albatros del poema de Baudelaire-, el amasijo desprovisto de identidad yacía mudo de contenido. Me sorprendió aún más su principal carencia: no tenía pene. Un muñeco apolíneo, terso, de marmóleo mentón, donde la entrepierna había dibujado un vacío sólido.
La evolución del macho es un hecho de plástico.
El otro día, de mudanza, encontré en casa de mis padres por casualidad uno de estos muñecos en comprometida pose: desprovisto de todo ropaje identificativo y flexionado en una postura imposible -tan grotesca como la del albatros del poema de Baudelaire-, el amasijo desprovisto de identidad yacía mudo de contenido. Me sorprendió aún más su principal carencia: no tenía pene. Un muñeco apolíneo, terso, de marmóleo mentón, donde la entrepierna había dibujado un vacío sólido.
La evolución del macho es un hecho de plástico.
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