jueves, 30 de mayo de 2013

Espacio y tiempo. Escrito por Raúl del Olmo.


Las afiladas puntas metálicas se le clavaban en el alma cada vez que paseaba cerca junto a su viejo chucho despistado. Habían pasado muchos años desde que esa pared baja de ladrillo, levantada al final de un callejón, fuera el refugio particular de ella y de su, por entonces, vivaracho pretendiente rebosante de pujante juventud. El trazado urbano de su ciudad era un deleitoso caos donde perderse y allí, en el extrarradio del su otrora barrio dormitorio, los refugiados de un mundo gris, tenían sus escondrijos entre los que invocar al deseo furtivo.

Estela miraba el muro de soslayo, acelerando el paso y tirando firmemente de la correa de Pluto, como si aquella tapia fuera a hablar o, peor aún, como si no fuera a volver a hacerlo nunca. Porque allí se encerraban tantas tardes de un verano, tantas palabras cautivas del tiempo y tantas miradas electrizantes que no es de extrañar que le supusiera poco menos que enfrentarse a un mito creacionista hecho carne.

Resultaba hiriente que encima del lugar donde habían hecho germinar un arcaico amor en bruto hubieran construido una barrera férrea. La rabiosa tendencia de generar zonas privadas para determinar la exclusividad de la propiedad había sido la causante. Especialmente ridículo en un entorno obrero, elitismo propio de antiguos gerifaltes de épocas oscuras y traumáticas. Para Estela aquel hecho encerraba un tremendo simbolismo: suponía una sima fatal, quebrantar los cimientos de las pasiones pretéritas.

La madre del "trovador de pico de oro" que embelesó su por entonces tierno corazón, vivía también allí. Ese había sido el motivo principal por el que ambos jamás abandonaron sus raíces: su ecosistema primigenio. La señora Sole había enviudado tiempo atrás, al poco de conocerse los flamígeros enamorados. Su marido llevó hasta las últimas consecuencias su rudimentario epitafio con el que callaba a su mujer y a su hijo cada vez que reprendían su conducta kamikaze: “Cuando muera, que me den por culo”. Un rotundo aviso asilvestrado, proveniente de quien se ha ganado la vida desde la infancia saboreando la dureza del terruño y evadiéndose a través de los placeres más instintivos. Su cuerpo era la carcasa que encerraba la tragedia de quien no es más que un prisionero de la metrópoli, de un difuminado hombre bueno perdido en una ciudad de extraños.

Tras la marcha del "inconsistente maestro del oxímoron existencial", Estela siguió en contacto con su madre. Desde que se rompió la cadera al caerse en casa, tenía bastante miedo a bajar sola a la calle; todo aquel temor que nunca tuvo, sin embargo, para enfrentarse a los escollos de haber lidiado con un hogar repleto de hombres disfuncionales enfermos de sí mismos. A pesar de haber sido una mujer dolorista sin remedio por los escollos del cavernario catolicismo de épocas acomplejadas, la tolerancia y la ternura incondicionales de la señora Sole convertían en comprensible la más disparatada de las conductas.

Aquel día Estela regresaba de tomar café con la entrañable viejecita. Siempre tuvo con ella una afinidad natural para mostrarse tal y como era, algo extremadamente difícil: a lo largo de los años, se había encargado de poner a buen recaudo su amasijo de emociones. La visión recelosa de un entorno demasiado ensimismado en sus verdades universales le había llevado a protegerlas. “Sufrir en silencio”, recordaba que le dijo alguien en una ocasión. Pero eso era, pensaba, la antesala de la soledad compartida en colectivo, la presentación de lo que es nuestro mundo ahora: una inmensa red de seres interconectados completamente ausentes los unos de los otros.

Con la señora Sole era distinto. Cada palabra cobraba sentido, se pronunciaba lentamente, trascendiendo al silencio; era escuchada con la honorable sabiduría que otorgan a los oídos la ancianidad. La joven se había sentido de nuevo abrigada en conversaciones cálidas durante esa tarde.

Al volver hacia su casa fue cuando se topó de bruces con ese parapeto erigido en vertical apuntando al cielo. Estela se percató de que no podía seguir huyendo de su visión: recorrió el monstruo metálico de pies a cabeza y elevó en continuo su mirada hasta el firmamento. Y entonces automáticamente pensó en el huido. No había logrado superar el día de su marcha. Desde que se conocieron sabía que su vínculo estaba supeditado por completo a su vocación y a los confines del espacio donde quizá algún día le llevara ésta.

De todas las personas que el azar repartiera entre los recovecos de su vida, había tenido que ser un futuro astronauta quien se cruzara en su camino. Enamorarse de un astronauta era hacerlo del vasto infinito de la incertidumbre, de lo ajeno y de lo infranqueable. Por eso mismo pensó que su amor nunca conocería fin; por esa naturaleza extraña y fascinante de la que lo dotaba el hecho de estar con alguien tan desconectado del mundo.

Recordó la tarde en que se despidieron por lo que sería un periodo mayor que el que su corazón bullente de sensaciones quisiera resistir. Sin embargo, desde el principio supo que ese momento era algo que podría acaecer; además, no todos los días se forma parte de la expedición elegida para investigar el descubrimiento de un nuevo planeta del sistema solar. El desfile de palabras, lágrimas, miradas y caricias antecedió a un silencio sordo que ya nunca dejó de acompañarle. Esa impresión era lo más parecido a un zumbido molesto que le recordaba lo incompleta que se sentía aún cuando la felicidad hacía visos de entrar fugazmente en su interior de nuevo.

Súbitamente, la noche se rasgó en el infinito al que apuntaban sus bellos ojos vivaces: Una especie de estrella fugaz refulgente rompió el ingente mar negro que reposaba sereno y sublime sobre su cabeza. Estela se quedó inmóvil observándolo varios minutos: un haz intenso de luz rojiza no terminaba de difuminarse ante su mirada extrañada. Tras ese momento en que permaneció absorta, enfiló junto a Pluto el camino que le quedaba hasta llegar a su refugio urbano.

A la mañana siguiente, anduvo apresurada hasta la estación de metro y recogió de manos de la repartidora el periódico gratuito que le servía como primer contacto con la precariedad mundial impresa. Cogió el transporte justo al llegar al andén. Aún fatigada por las prisas, tomó asiento y se dispuso a hojear el diario. Sus ojos depararon en una foto de portada que presentaba una imagen extrañamente familiar.

El titular a tres columnas que la acompañaba rezaba así: "La aeronave espacial VR 27/98 sufre una trágica explosión en la órbita de Ítaca". El pitido del vagón ahogó un suspiro súbito.

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