jueves, 23 de mayo de 2013

Cucurrucucú, Elisa. Escrito por Raúl del Olmo Echeguren.



Habían pasado tres años y medio. Juan desde entonces no había vuelto a tener noticia de ella. La ruptura con Elisa fue lo de menos, al fin y al cabo cuando alguien desaparece, hace mucho tiempo que se ha ido.

Sin embargo, le fue inevitable sentir las manos temblorosas mientras redactaba aquel e-mail. Ni siquiera cuando tuvieron que amputarle un brazo a su hermano Enrique tuvo el coraje de avisarla. Nada: ni un mensaje, ni una llamada, ni siquiera algún medio profiláctico 2.0 para entrar en contacto.

Llevaba catorce meses sin trabajo y se sentía un auténtico naufrago virtual. Pasaba sus días como la mujer de Lot, de espaldas al mundo; su desafección con el entorno le había llevado a considerar la realidad como la nueva ficción. Esta era una oportunidad surgida de la nada: cuando el estertor de la desesperanza se divisaba en el horizonte de sus días, apareció de repente.

Lo más difícil ahora sería cómo pedírselo, sopesar si merecía la pena y, finalmente, si debiera oprimir o no el botón de enviar. No se hubiera atrevido ni a recordar su voz, ni a cruzarse con su mirada, pero la distancia del correo electrónico era la forma más adecuada de solicitárselo. Su aportación sería valiosa.

Releyó por última vez el mensaje:

“Hola, Elisa. La verdad, no sé cómo empezar. Con tanto ayer a nuestras espaldas, habiendo secado hasta la última gota de sangre por nuestro amor destripado, aquí estoy, dirigiéndome a ti.

Supongo que sigues viviendo en Cabezón de la Sal, dedicándote a la peluquería canina, aquel refugio en el que te atrincherabas en el epílogo de nuestra mortecina convivencia después de agotar el mar salado de tus ojos.

Yo sigo zascandileando, sin rumbo fijo, más que nada porque tampoco tengo un destino al que tender. No pretendo darte lástima, ni siquiera que muestres esa piedad autosuficiente que tantas otras veces desparramabas sobre mi errático deambular.

(…)”.

Juan se saltó varios párrafos más de indulgente prosa coyuntural, tan forzada como exasperantemente elaborada. Por el contrario, la despedida era con diferencia de lo más burdo y violento:

“Bueno, Elisita, no me extiendo más. No hace falta que me contestes, me conformo con que te acuerdes de mí para que me ayudes tal y como te he explicado.

Ahora debo irme, de veras.

Juan”.

Mientras en su cuarto sonaba la acelerada versión de “Cucurrucucú, Paloma” grabada por Franco Battiato, Juan se vino arriba y el bocadillo verde de la pantalla del ordenador que señalaba send se iluminó en color verde.

 El pensamiento volvió a ser el mismo: “joder, a ver si ésta le da también cinco estrellas a mi relato para que gane el concurso”.

Siguió escrutando la lista de contactos. Tocaba su prima Elvira.

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