lunes, 26 de noviembre de 2012

Las joyas escondidas del Estudio Ghibli


Hoy me propongo recordar algunas de las películas menos revindicadas generalmente del fabuloso estudio de animación japonés Ghibli. Ya sabéis, aquel que cuenta con los maestros Hayao Miyazaki e Isao Takahata como principales cabezas. Quien más, quien menos habrá oído hablar de sus películas principales, y aquel que se declare fan, las habrá visto todas, una tras otra, con auténtico deleite.

En este artículo no toca hablar de maravillas como la ensoñación de Mi Vecino Totoro, esa obra maestra que con con espíritu infantil, simbólico y conmovedor rememora la experiencia de Miyazaki al sobreponerse a los infiernos que pasó debido a una grave tuberculosis que sufrió su madre siendo niño. Todo un emblema y una manera de sentir en sí misma, es difícil explicar de una forma digamos objetiva su esencia, muy destinada a corazones con una determinada percepción para desenredar las emociones.

Tampoco es tiempo de rememorar nuestro recuerdo adolescente con Manga Films y Porco Rosso, otra maravilla que transcurre tras la Primera Guerra Mundial, de una imaginación y maestría cinematográfica sobresalientes. Puro cine de carne y hueso hecho dibujo, donde un carismático cerdo demuestra ser más humano en todos los sentidos que cualquier persona. Magia.


Ni siquiera vamos a rendirnos de nuevo ante la espectacularidad de los sobrenaturales cantos ecológicos a la conservación de la naturaleza de las rotundas La Princesa Mononoke y, en cierta forma, su precursora Nausicaä del Valle del Viento (ver mi artículo sobre ella), o del despliegue de imaginación infinita de El Viaje de Chihiro, o de tantas que me dejo en el tintero...

No, hoy toca hablar de esas que no ocupan tanto espacio en comentarios y exaltaciones, pequeños destellos de lirismo epitelial que merecen ser recordados. Me he decantado por tres:

Empezaré hablando de Susurros del Corazón de Yoshifumi Kondo -guión de Miyazaki-. Metáfora conmovedora de encontrar la vocación y el amor por algo en esta vida que le de sentido. Fundamental resulta en ella la delicadeza con que retrata la superación de la adversidad y el lograr llegar a confiar en uno mismo y sus posibilidades. Si de mayor me dejó noqueado, no quiero ni imaginar lo necesaria y trascendental que pudiera resultar para el crecimiento personal de un niño o de un adolescente. Como curiosidad decir que aparece en ella Barón, personaje gatuno que se desarrolla más -en detrimento de su aura simbólica- en la ni por asomo tan trascendente y fundamental Haru en el reino de los gatos, entrañable entretenimiento naïf por otra parte.


El despertar amoroso entre los dos niños protagonistas no es el motor de la misma si algún despistado no ve más allá, sino el escuchar el interior de uno mismo y conseguir con ello dotar de sentido la existencia. Su escena final con ambos subiendo una bicicleta por una escarpada cuesta es de los más conmovedores que guardo en mi retina. Hermosísima.

Y continuo con Puedo escuchar el mar de Tomomi Mochizuki.  Mi película fetiche del estudio, mi pequeño tesoro oculto. Melancólico canto al amor adolescente, de instituto, escrita sin ninguna pretensión, sin sobresaltos, pautada con un ritmo sosegado embriagador, con la magia de la sencillez, de los pequeños grandes-detalles, como su hermosísima banda sonora, sus situaciones mundanas, su reflejo vehemente de una época de conflictos intrascendentes que suponían todo ante un corazón en el despertar de su florecimiento.


Sin la profundidad y trascendencia teñida de fatalismo del joven maestro Makoto Shinkai (lee mi homenaje si quieres saber más sobre él), el anime es un retrato indentificable de las zozobras sin rumbo afectivas, y vitales en general, de la primera juventud. Sutil e inolvidable, sus reiterados visionados se me hacen obligatorios como ejercicio de evocación que desemboca en un extraño y antitético bienestar nostálgico.

Y para terminar con una sonrisa, o mejor carcajada, mi aplauso para Mis vecinos los Yamada de Isao Takahata, una suerte de The Simpsons a la japonesa. Una sucesión de sketches animados con un estilo gráfico muy alejado del habitual en Ghibli que presentan situaciones del día a día en una familia nipona al uso.


Quizá a nuestros ojos en no pocos casos parezcan desbarrantes y extrañas - no olvidemos que no deja de ser como en todos los casos, pero más marcado aquí, la visión sociológica y cultural de un entorno alejado al occidental-. Para mi fue el complemento perfecto en tono humorístico y desprejuiciado a la lectura del estudio antropológico El Crisantemo y la espada de Ruth Benedict para conocer los más íntimos recovecos de la unidad familiar en el país del sol naciente.

Y hasta aquí este recordatorio de diminutos tarros de las esencias más embriagadoras. No dejéis de apreciar su riqueza sensorial purificadora, lo agradeceréis seguro.



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