lunes, 3 de diciembre de 2012

El cine, el paso del tiempo y el desgaste del corazón.


El otro día reflexionaba acerca de la injusticia que supone para mí verme afectado por el anquilosamiento estético y formal con el que el paso del tiempo castiga la percepción y la apreciación justa de una determinada manifestación artística, y más concretamente, me ocurrió pensando en el cine.

Considero que el cine como arte eminentemente visual, por encima del valor indudable del guión y el desarrollo del metraje, se ve en gran medida afectado por las tendencias y las percepciones de una determinada época. De esta forma, creo que sólo un carácter y una personalidad únicas son la clave para trascender a los vaivenes cronológicos. En ese caso, no sé, se me ocurre mencionar a David Lynch o Francis Ford Coppola para atestiguarlo: Genios que se mantienen al margen de lo que impera y con universos infinitos que nos envuelven del todo inevitablemente al sumergirnos en ellos.


También ocurre en determinados géneros muy perfilados y con un universo intransferible tan magnético que, en sí mismos, logran una capacidad de traslación que consigue igualmente desenfocar nuestra atención sobre este importante escollo. Por encima de todos se me ocurre mencionar el cine negro de los años 40/50 y el cine expresionista alemán de los años 20.

Su marcado libro de estilo y atmósfera introducen sin esfuerzo al espectador a ver la película desde dentro. Así, El Gabinete del Dr. Caligari de Robert Wiene y Nosferatu de Murneau, o El Sueño eterno de Howard Hawks y La noche del cazador de Charles Laughton por poner dos ejemplos por género donde el impacto visual es indudable por encima de cualquier otra cosa, son películas inmortales no sólo ya desde el punto de vista del valor cinematográfico intrínseco, sino también por contar con la capacidad de no pasar los años sobre ellas y permanecer inalterables y con un ímpetu visual capaz de sobrevivir a modas, escuelas o tendencias.


Rememorando casos donde no pude sobrevivir al desfase, al acartonamiento, se me ocurren dos desde un punto de vista también sociológico/cultural. Evidentemente el cine, el arte en general, es testigo de las épocas en las que es realizado y en muchos casos no se me ocurre un mejor cronista para atestiguarlo de forma amena y enriquecedora a la par. En este caso lo que se queda "viejo" no es ya el valor formal, sino el interior de la película, sus propias entrañas que -y esto ya es un caso muy personal de cada uno-, con sus planteamientos serios, profundos y que llevan a cuestionarse diversos aspectos de la personalidad humana, no logran conmover o reclamar su justa valoración en el espectador.

Hablo de Vidas Rebeldes (John Huston) y De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann). Dos consideradas obras maestras que disfruté, pero yo mismo analizándolo como ser sufriente del siglo XXI me daba a la vez cuenta de que aquellas denuncias de injusticias, cantos al amor inconclusos y conflictos existenciales, no se identificaban con los que el ser humano actual pudiera sufrir, o mejor dicho, con la MANERA en lo que lo hacemos hoy en día a pesar de ser planteamientos y vivencias universalmente humanas. Y, ojo, que como reitero es una perspectiva absolutamente personal y subjetiva, no pretendo sentar cátedra sobre ella, pero sí hacer hincapié en este hecho: el sentir que estás ante algo considerado prácticamente por unanimidad como construcción magna de talento y que, captando de forma meridiana los motivos que pudieran llevar a ello -esos mimbres sobre los que se montan sólidos y sin fisuras-, uno a la vez está negando con la cabeza momentos o situaciones en las antípodas de las personas de nuestros días. Y  esto es injusto, pero, evidentemente, humano y propio como el respirar.


Y, claro, pareciera que cuando elevamos estas manifestaciones sobre periodos, digamos "clásicos" del arte, los entendidos, los cuatro defensores de la pureza y la sabiduría, pusieran el grito en el cielo. Y eso es algo ridículo. El ejemplo claro lo tengo si miramos a la inversa:

Un defensor a ultranza de la década de los 90's como soy yo, no por haberlo elegido desde un punto de vista de investigación o por un ejercicio intelectual de búsqueda que sólo puede verse cumplido con los años, no: sino por ser los estímulos que recibí en muchos casos en el periodo de primera juventud donde más se expande y sorprende nuestra persona. Es por ello por lo que marcan mi forma de ser y de sentir, tanto en lo musical como en lo fílmico -aunque menos en este aspecto-.


El caso es que es una década, no digo ya poco reivindicada, sino prácticamente denostada. ¿Y por qué? porque esas mentes preclaras que ven el clasicismo como algo intocable, lo derriban aduciendo a la precisamente coyuntura cronológica que destruye el valor de las obras aparecidas en esa etapa. Y no negaré que también ocurre en muchos casos, pero no menos que en su irrebatible paraíso.

Desde esa perspectiva también me he encontrado con películas 90's, y vuelvo aquí a hablar del plano visual, donde su atmósfera me ha cautivado en el caso de haberlas disfrutado en la propia coyuntura temporal en que se estrenaron más o menos -y este es otro punto interesante a tener en cuenta- como, por ejemplo, El Cuervo (Alex Proyas) o Días Extraños (Kathryn Bigelow) y otras que, al haberlo hecho posteriormente, la espada de Damocles de Cronos se ha cebado sobre mi apreciación a pesar de ser retratos demoledores de personas solas y estropeadas en su mecanismo por los golpes de la vida como en el caso de Exótica (Atom Egoyan).


Concluyendo, considero que la invulnerabilidad del valor de las obras a través del paso del tiempo es una cuestión peliaguda y tan personal que carece de sentido el enjuiciamiento colectivo que diviniza o demoniza las mismas, debe ser la experiencia y el conocimiento de cada uno los que le permitan sacar conclusiones que, como siempre, ayuden a comprender un mundo cada vez más difícil de entender.

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