(ATENCIÓN: este texto puede contener spoilers literarios o
televisivos de los universos Canción de
Hielo y Fuego y Juego de Tronos).
Tras devorar en tres días la quinta temporada de Juego de
Tronos, me dispongo a escribir de nuevo un artículo sobre unas de mis aficiones
principales -y la de tantos otros en los últimos tiempos-, las series de
televisión contemporáneas. La verdad es que nunca pensé que escribiría algo sobre
el universo asociado a George R.R. Martin,
pero creo que la multitud de incógnitas e interrogantes que deja la serie y su
correspondiente paralelismo con los libros que aún quedan por escribirse de la
saga Canción de Hielo y Fuego, abren un interesante debate sobre el futuro que
les deparará a ambos formatos y sobre la cada vez más difícil –o fácil, según
se mire- relación entre ambos.
Resulta curioso que sea precisamente ahora, en el momento en
que la serie quisiera distanciarse más de las tramas literarias o, al menos, adquirir
determinadas licencias para abrirse su propio camino no tan dependiente -tarea
harto complicada sin soliviantar a la parroquia de fans del universo escrito- cuando
más presteza y tino ha conseguido su adaptación televisiva.
La presión que se adivinaba
en pasadas temporadas, especialmente en la segunda y la tercera, tras una
inmaculada y soberbia primera temporada para enmarcar en el universo de las
grandes obras maestras de las series modernas, parece haber disminuido. Y es
que la fidelidad, atmósfera y solemnidad alcanzada con aquel arranque no es
fácil de olvidar.
Me resulta divertido ahora recordar mi ingenuidad primitiva
al visionar los primeros tiempos de la serie y ponerle un “pero” por omitir al
personaje de Edric Tormenta –el hijo
bastardo de Robert Baratheon oculto
en RocaDragón-. Torpe de mí, poco sabía por entonces que ése sería un detalle
de lo más nimio comparándolo con el libre albedrío posterior que iba a alcanzar
la adaptación televisiva.
Sir Psycho-Sexy
El nuevo aire que le veo a estas alturas a Juego de Tronos
muy probablemente venga marcado indirectamente por la pérdida de fuelle e
incomprensibles juegos literarios que Martin pone en práctica en sus dos
últimos libros, los fallidos Festín de
Cuervos y Danza de Dragones. El principal,
el de dividir el desarrollo de tramas que confluyen en el tiempo y separar a sus
distintos personajes en dos libros que aparecieron publicados con seis años de
diferencia.
Al problema añadido de la parsimonia a la hora de escribir
del autor, hay que sumar la complejidad estructural del universo Martin, no
sólo ya por su ambicioso juego a novela-río definitiva de la historia, sino a
la multitud de detalles escondidos en sus miles de páginas, imposibles de
recordar con el paso inexorable del tiempo para el lector. Desde luego, no
resulta fácil seguir adecuadamente la saga con espacios temporales entre
volumen y volumen que se pueden ir fácilmente a los seis años o más entre volumen
y volumen.
Esto provoca una irritante sensación de estar ante un Diógenes
de narrativa estéril con quien resulta harto difícil una implicación directa a
través de la multitud de cauces abiertos, más o menos excitantes, ya que el
lector, al enfrentarse a un nuevo libro, no recuerda prácticamente más que su
esqueleto esencial.
No diré nada nuevo si digo que la mejor solución hubiera
sido la de soltar lastre y no estar tan obsesionado por crear un engendro tan
abominablemente grande que acabara por devorar a su propio creador. Vamos,
menos páginas, menos lapsos de tiempo entre obras y más rescate de lo fundamental.
Por tanto, lejos de achacarle a la serie la preocupación
principal de alcanzar –Hasta luego, Bran-,
o incluso superar, como ha terminado ocurriendo, el desarrollo hasta el que ha
llegado Canción de Hielo y Fuego, hay que terminar por felicitar a los
responsables de su adaptación televisiva por el coraje y la determinación de
tomar un camino propio, más allá de la traición al espíritu original o la
omisión de determinadas circunstancias, personajes o hechos.
La agilidad narrativa en el formato de pantalla también ha logrado
hacer permanecer intactos el aura, el carisma y el encanto de personajes
absolutamente agotados en las páginas de los libros por sus subtramas, divagaciones
y caminos a ninguna parte. Sirvan como mejores ejemplos Daenerys Targaryen, Arya
Stark y Tyrion Lannister.
Despojados de toda la broza posible, las tramas de estos
personajes fluyen ágiles, quizá algo disminuidas en cuanto al montante
psicológico de los personajes, eso es innegable, pero, al fin y al cabo,
discurren acertadamente adaptadas al formato televisión sin caer del todo en lo
obvio y burdo.
A destacar para lograr este hecho el innegable trabajo de
producción. Se nota que hay presupuesto. Comparen si no los tremebundos
desarrollos audiovisuales de esta última temporada con las elipsis en las
batallas de la primera temporada o el chirriante aspecto de los dragoncitos
recién nacidos con el deambular estratosféricamente majestuoso de Drogón a día
de hoy. Para ello, HBO concentró
todo su poder económico en Juego de Tronos, llegando a eliminar una teórica
sexta temporada entera y la reducción a siete episodios de la quinta, de su
fastuosa y absolutamente imprescindible Boardwalk
Empire para ello.
Otros ejercicios deslumbrantes en materia audiovisual los
encontramos en el octavo y noveno episodio de su última temporada hasta el
momento. La licencia argumental llevada al infinito de su potencial televisivo
como lo es el enfrentamiento entre caminantes blancos y muertos contra los
salvajes y un pequeño reducto de la Guardia de la Noche, es una auténtica
golosina para los sentidos, un tour de force adictivo que deja sin palabras,
más que nada porque no lo ves llegar. Igualmente, acertado es el festín de
sangre y fuego en que terminan las luchas en las arenas de Meeren con Daenerys huyendo
a lomos del dragón. Desde luego, nada que ver con los –aún- limitados recursos
que hubo para plasmar la batalla del Aguas
Negras o el asedio a El Muro por
parte del ejército salvaje.
Actitud perdonavidas
Como decía, es a partir del cuarto libro cuando Martin,
quizá superado por lo que iba a ser una trilogía inicialmente, comienza a
lanzar sobre el estrado multitud de nuevos personajes con un papel o background detrás lo suficientemente
importante como para ser inconcebible sacarlos a escena después de tantas
páginas escritas. La serie, sabiamente, decide prescindir de ellos en su
mayoría. O bien juega a incluir detalles de los mismos fusionándolos dentro de
otros personajes, así vemos con perplejidad inicial como son Jaime Lannister y Bronn quienes van a Dorne
al rescate de Myrcella –por cierto,
magistral tratamiento en todos los sentidos de las tierras sureñas en
comparación a la pereza que generan en su desarrollo literario- o cómo es Jorah Mormont quien enferma de psoriagrís.
Fundamental resultó que la televisión decidiera prescindir
de uno de los episodios más controvertidos de la saga literaria: la “resurrección”
de Catelyn Tully y su reclutamiento en
la Hermandad sin Estandartes del
perturbador Beric Dondarrion y
compañía. Destino que le corresponde igualmente a Brienne de Tarth en los libros; personaje, por cierto, que
deambula con tan poco tino entre páginas como en pantalla, sin encontrar jamás un sitio
o trama decente en la que escudarse.
Y es esa sensación de vagar sin rumbo de los personajes que
muchas veces apreciamos en la lectura la que la serie ha querido borrar de un
plumazo. Sirva como ejemplo bandera el caso de Arya. La atmósfera de extrañeza,
oscuridad y turbiedad que consigue el personaje y su entorno en el Templo del
Dios de Muchos Rostros ya hubiera deseado un millón de veces los libros haberla
alcanzado. Dudo que haya alguien que mantuviera el interés en la lectura cada
vez que tocaba un capítulo de Arya desde, por lo menos, haber abandonado a El
Perro. Cosa parecida ocurre con Tyrion Lannister y su pseudo-romance con la
enana y los mil tumbos entre clanes, ciudades y monsergas varias en las que se
enfrasca Martin en Danza de dragones. Llama la atención ese maltrato literario,
esa cantidad de lastre tirado encima de sus, en sus propias palabras,
personajes favoritos de la saga.
Eso sí, lo que me parece del todo inaceptable, es haber
obviado por completo el desarrollo del universo GreyJoy, punto álgido narrativo sin duda alguna desde Festín de
Cuervos. Me cuesta pensar que la irrupción de todos los personajes tan
carismáticos de las Islas del Hierro
vayan a quedarse sin aparecer en la serie, pero, igualmente, si se trata de
hacer una reducción a lo imprescindible en aras de un argumento principal que
nos lleve a alguna parte, quizá tenga que reconocer, no sin cierto dolor, que
se pueden fumar sin problema su deslumbrante irrupción. Eso sí, visto lo visto,
en este caso lucir una camiseta de la casa Greyjoy comercializadas por HBO en
la primera temporada debiera verse traducido en compras a través de E-bay de
las mismas por valor de 5000 euros mínimo. Además, se notó un cuidado estético
y esmero en los guiños a dichas islas en sus breves apariciones de pasadas
temporadas. Me consta que somos muchos los die-fans
de esta casa y recuerdo hasta mis búsquedas en google para saber qué actor
interpretaría a Victarion Greyjoy o
al sacerdote principal del Dios Ahogado, Aeron
Greyjoy “Pelomojado”.
Frente a los ninguneos y a los libres albedríos argumentales,
destaca en el lado opuesto el tratamiento respetuoso y fiel de todo el universo
Desembarco del Rey. Ahí uno tiene la
sensación de recrear casi cada momento de los libros y son muy pocas las
violaciones argumentales u omisiones llevadas a cabo –eso sí, a ver quién es el
guapo de olvidar la experiencia lésbica puntual de Cersei en Festín de Cuervos,
momento tórrido por antonomasia de la saga entera-. La serie gana solemnidad y
empaque cada vez que sus escenas recaban en la capital de los Siete Reinos.
Además, el tratamiento de Cersei Lannister
es soberbio, a la altura de su papel estelar en los dos últimos libros de Martin.
La Isabel Pantoja de Juego de Tronos
brilla por todo lo alto, desde su auge a su decadencia absoluta.
Y volviendo a las licencias, más allá de personajes que no
aparezcan o inventar el destino de alguno de ellos, llegamos ya a algunas que
no me parecen de buen gusto. Me refiero, sobre todo, a la muerte de personajes
que en los libros todavía siguen vivos: Mance
Rayder o Barristan Selmy, sin ir
más lejos.
Dulce carne de cañón
En este caso, especial es el desarrollo del décimo y último
capítulo de la quinta temporada donde los productores se vienen arriba y,
frente a la fidelidad impoluta que merece Cersei Lannister y –en gran medida-
Arya Stark, adelantan una presumible muerte de Stannis Baratheon a manos de la inevitable “dónde meto yo a ésta”
Brienne de Tarth, tan impensable literariamente hablando como la de su combate
con El Perro en la pasada temporada. Mención aparte la desgarradora escena
donde su hija Shireen es quemada
viva en el anterior capítulo para la gloria del Dios de la Luz y salvamento del
ejército sitiado entre las nieves. Esta licencia sí que me parece del todo
demoledora en cuanto a crudeza y a emoción desoladora.
En esta conclusión, la serie se atreve también a apuntar
cosas que no sabemos si ocurrirán o no, adelantando la llegada del ejército Dothraki de nuevo a las órdenes de
Daenerys o es capaz de cargarse el cliffhanger
por antonomasia de Danza de Dragones, confirmando la muerte de John Snow (digo yo, vamos, porque si
sobrevives a esas cinco mojás, eres
más duro que el titán de Braavos).
Por tanto, cabe destacar que la saga literaria de Canción de
Hielo y Fuego y la serie televisiva Juego de Tronos, gracias al desarrollo de
los acontecimientos, se me antojan más que nunca dos universos compatibles, no
sólo ya en términos de fidelidad o inspiración, sino por la rica
complementariedad que pueden aportarse mutuamente al ser disfrutados de manera
independiente y no ya encorsetados al único baremo de la fidelidad.
Quizá esta era la única salida posible ante la calma de Martin
a la hora de escribir los dos libros pendientes (The winds of Winter y A
dream of spring) -¿tres? según algunas afirmaciones suyas dejando la puerta
abierta-. También pienso que esto se debe a un interés por parte de Martin de
que su ambicioso proyecto sea recordado con el peso y la megalomanía
suficientes como para ser escindido directamente de la adaptación televisiva,
como si eso hubiera sido un acercamiento lo más fiel posible a una obra de
dimensiones ingentes. ¿Soberbia, justicia poética, casualidad? Quién sabe.
"...Y me tomé cinco pollos y no escribí una línea durante dos días".
Y son más aún las preguntas con las que se debe cerrar este análisis: ¿cuál será el futuro de los libros teniendo en cuenta lo avanzado por la serie sobre acontecimientos aún por escribirse? ¿Podrá mantenerse Martin ajeno a ello? ¿Romperá sus planteamientos iniciales? ¿Serán avances de lo que leeremos destruyendo la sorpresa y la fidelidad de aquellos que venimos del universo literario y terminamos en la serie? ¿Le importarán al gordo barbudo estas cuestiones? ¿Es todo una venganza de HBO a la parsimonia del autor? ¿Se vengará ahora éste dando un tratamiento radicalmente distinto a lo adelantado por la serie? ¿Te quedas con la serie? ¿Te quedas con los libros? ¿Con ambos? ¿Con ninguno? ¿El que mola es Tolkien :P?
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