El Departamento de Arqueología de la Universidad de La Sorbona se encargó de costear la expedición. Una expedición que tenía como fin último acceder a aquella reliquia de los tiempos de la que ni siquiera se tenía constancia real que existiera durante siglos. El equipo encargado de llevarla a cabo fue seleccionado durante meses de deliberaciones y estudios en profundidad recopilando toda la información importante, todos los datos trascendentales de los diversos curriculums profesionales con los que se contaba para que la misión llegara a buen puerto.
Era del todo imposible para Pauline ser capaz de discernir qué era lo trascendental, lo primordial para la raza humana, para el devenir del mundo. No lograba concluir si el criterio global, la visión universal debiera prevalecer sobre la personal; teóricamente eso era lo justo, lo moralmente aceptable. Sin embargo, llegada a ese punto, y a pesar de la preparación que pasó durante los meses anteriores a emprender tan magna aventura, no conseguía dilucidar de forma clara cuáles eran los principios por los que debía guiarse.
Era una decisión intransferible y personal desde el instante en que la delegación de expertos votó unánimemente que debiera ser Pauline la encargada de tomarla, de hacer la elección más difícil y a la vez anhelada de la historia universal. Los tests de personalidad, las entrevistas en profundidad y los análisis de empatía habían arrojado clarividencia suficiente al respecto.
Poco importaba que semanas antes las reuniones de los delegados de los distintos gobiernos del mundo hubieran fijado de manera genérica los líneas que debiera seguir la triple elección. Discusiones e incapacidad de acuerdos finales se resolvieron de forma salomónica e incierta, derivando sobre la voluntad de Pauline la última palabra considerando, eso sí, hasta el último de los puntos relevantes consensuados. Era una responsabilidad máxima.
La erosión de la propia vida y la jaula inabarcable de la libertad impedían a Pauline pensar claro. Temblaba, miraba fijamente el artefacto: eran tres deseos los que concedería la Lámpara Maravillosa. Ya no era un cuento infantil, ya no era una leyenda exótica: era el momento más trascendental de la historia del hombre. Millones de personas estaban pendientes de su decisión en cada rincón del planeta. Intentó pensar en el bien común, en el sentido más abstracto y más universal que recordaba.
Inevitablemente su yo más instintivo afloró subterráneo e implacable: en la cabeza se cruzó el cáncer terminal de su padre, los problemas de fertilidad que le habían acosado durante años, el suicidio de su amante clandestina Cecile...el conglomerado formaba una panorámica grotesca de las desgracias acuciantes a lo largo de su existencia.
Sabía que lo que iba a hacer tendría consecuencias fatales. Pero debía hacerlo, era la única salida honorable. Hipotecando el futuro de todos, pero principalmente el suyo, levantó con ambas manos el milagroso objeto perdido y llena de rabia lo arrojó contra el suelo de la cámara. Miles de fragmentos sin rostro estallaron a sus pies en un grito ahogado.
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