Después de tomar un café solo y una magdalena revenida, bajo las escaleras del porche sin importarme que hoy el sol brille con un brío vehemente: las puertas del verano están casi abiertas. A mí, sin embargo, el invierno profundo del gris trascurrir de mis días no me abandonará jamás. Me subo al coche y arranco. Ya casi no recuerdo el momento en que lo hice por primera vez, con cara sonriente por recibir aquel regalo que me concedieron mis padres al terminar mis estudios superiores.
Rápidamente, me adentro en la autopista que me llevará hasta el edificio gigantesco de cemento armado, a aquel monstruoso lugar que drena mi existencia poco a poco e hipoteca mi tiempo de manera despiadada. De todas formas, no sé para qué quiero contar con tiempo, todo me da igual, el síntoma más evidente de haber tocado fondo.
No quiero pensar en ello, no quiero que las lágrimas vuelvan a empañarme la visión de los otros automovilistas de la rutina diaria que llevo por delante. Busco distracción y pongo la radio; giro el dial lentamente hasta llegar a una emisora en la que suena aquella canción que tanto me gustaba antes y que tanto me había hecho sentir. Da lo mismo, apago la radio. Ya no me volverá a emocionar; ni tan siquiera recuerdo el grupo que la ha compuesto. ¿Por qué he dejado todo en el camino? ¿Por qué he cambiado tanto si me prometí ser siempre yo mismo?
No me siento con fuerzas para hacer algo nuevo o ni tan siquiera para recuperar lo perdido, quizá nunca tuve nada, no lo sé. De nuevo retención, la agónica penitencia inevitable. Mientras estoy detenido, cierro los ojos para ver si la espesura negra se traga mis reflexiones cuando, de pronto, algo cae en la luna delantera de mi automóvil. Es un ruido pesado, inerte y leve -pock-. Abro los ojos a la realidad y observo como un líquido espeso y blanquecino cae lentamente por el cristal. Parece leche con grumos verdosos, o quizá más bien las bilis que mi cuerpo expulsa al volver cada noche de excesos desperdiciando mi juventud.
Pero no había duda: una gaviota había defecado en plena luna. Maldigo mi mala suerte y esta estúpida situación en medio del gran atasco. Salgo del coche a estirarme y miro hacia delante para saber cuán larga es la fila de almas vacías enlatadas entre cuatro ruedas y un volante. No puedo hacerlo con claridad, el resplandor cegador del sol -ciertamente, no sé siquiera si queda poco para el verano o es una ilusión- me hace desviar la vista y girar la cabeza hacia la izquierda repentinamente. Es entonces cuando lo percibo: el inmenso mar recorta el paisaje tan vivo e imponente como lo fueron un día mis sueños. La imagen se me clava en la retina.
Deseo justo ahora volver a sentir el tacto del agua marina sobre mi piel y escuchar las espirales infinitas del oleaje para encontrar la paz. Sé, de una vez por todas, que no me queda nada que encontrar, ni ánimos para buscar: sé que mi sorda derrota invita a bajarme de la monotonía, mi única compañera de viaje.
Cierro la puerta del coche y sé que lo dejo ahí para siempre, en medio del caos circulatorio. No me importan los pitidos y los insultos, ni los escucho. Mi mente sólo busca una salvación. Me pregunto justo ahora por qué soy tan frágil en mi interior tras una fachada artificial, pero ya da igual.
Llego al otro lado de la autopista y cruzo un puente. Hace tanto tiempo que no tengo ganas de llegar a algún lado que hasta me sorprende este énfasis. Atravieso un trecho del paseo marítimo.No sé ni cuándo había sido la última vez que había pisado estos gastados azulejos de mármol; ni siquiera recordaba la procesión de farolas a ambos lados. Finalmente, bajo las escaleras que mueren en la playa.
Siento una mezcla de sensaciones, una confusión agradable entre el olor a salitre y el brillo plateado del sol sobre el mar. Piso la arena. A lo lejos descubro varias barcas abandonadas más viejas que el mundo. Un par de pescadores prueban suerte con prudente entusiasmo mañanero. ¿Son felices? ¿lo he sido yo alguna vez?
Avanzo con decisión. Me quito los zapatos, los tiro despreocupado y mis pies siente la porosa humedad. Ya no veo nada, me guía el instinto. Me desnudo por completo y desprovisto de todo lo que no soy, me pregunto la finalidad con que el ser humano ha creado tantas cosas inútiles. Mi cuerpo en crudo me ofrece la seguridad del que se ha encontrado a sí mismo.
Al contrario de lo que pueda parecer, me muestro tranquilo y sólo interrumpe mi liturgia el frío intenso del líquido elemento en contacto con mi piel. Me voy introduciendo en el mar poco a poco, mi cuerpo se difumina bajo las aguas. Fijo la mirada en el horizonte. Ante mí, no hay límites; sólo un todo infinito y su llamada es irresistible.
Comienzo a nadar para seguir avanzando, es irónico que todo parezca claro en el momento más extraño de mi vida: sin rumbo, pero habiendo encontrado la salida. Floto ligero: el peso demoledor de una vida insatisfecha y errática, el lastre de todas las renuncias que no elegí, se hunden en las profundidades.
El oleaje es suave y continuo, un vals embriagador. Y entonces los noto, ya penetran sutilmente, ahí están: ¡los sonidos en espiral! Miro instintivamente hacia la orilla como reflejo de todo lo que dejo atrás: una pareja de ancianos pasean de la mano junto a ella. Vuelvo la cabeza y sonrío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario