jueves, 5 de septiembre de 2013

Carne de Cañón. Escrito por Raúl del Olmo.


No era capaz de apartar la mirada de ella. Su reposo inmóvil se expandía ante Hugo. Se sentía un ladrón robando la esencia más íntima. Ante sus ojos, su perfil se le antojaba apagado, como el resplandor del anillo que apresa un dedo hinchado por el paso de los años.

La ferocidad con la que el deseo pujante invadía el lecho que compartían era poco más que una reliquia de los tiempos. La precariedad existencial llenaba cada poro de la piel de Hugo, si bien a la vez le vigorizaba como un resorte a despertarse cada día. La forma en que se desintegraba su convivencia no dejaba de ser una tragedia para oídos sordos. La casualidad había marcado su primer encuentro, llegó a su vida como la bala perdida que te penetra sin querer.

Mientras seguía fijado al espejo de su infortunio mudo, se sentía un miserable por ser cobarde y no hacer con las penurias la soga de su vida y de una vez cambiar algo. Recordaba con una sonrisa afligida cuando presumía de confiar en lo imprevisto como la fórmula del caos perfecta. Eso hacía mucho que no ocurría.

En lugar de ello, había convertido en hábito entonar un réquiem silencioso por todos los que, inconscientemente, compartían la misma angustia, frustración y desvanecida esperanza. Otra de sus costumbres era escribir inconexos versos, una válvula de escape inútil a la que recurrir en ocasiones.

Acercó la mano hacia el cajón de la mesilla del cuarto. Sacó el cuaderno deslavazado donde plasmaba sus ejercicios de desahogo cotidiano y lo abrió. Rara vez leía aquellos apuntes de un hombre ahogado; crear en el sentido más mundanal del término era para Hugo una línea de fuga sin retorno que no demandaba volver sobre sus pasos. Sin embargo, aquella mañana de domingo lo hizo.

“De tu sangre al vertedero”. Ese era el título de los últimos retazos fieros que había gestado su lápiz hacía tres días. Varías líneas escritas en primera persona con presión notable decían así:

Soy la poesía podrida en tu placenta,
Soy el azote de tus vicios,
Soy la vena que afea tu rostro,
Soy el cancionero de tus mutilaciones invisibles,
Soy el talento de tu condenado a muerte,
Soy las cartas que te inventas,
Soy el secreto de tu degeneración,
Soy la caja negra de tus sombras,
Soy el terror debajo de tu lámpara,
Soy, en fin, la historia que te falta.

Hugo se quedó mirando fijamente esas palabras varios minutos. Cerró las páginas y se sorprendió al toparse con la cubierta en la que ni recordaba el dibujo que había plasmado: una especie de Cristo crucificado en postura fetal bajo el que rezaba “los mejores finales, los que no comienzan”.

Su vista reparó de nuevo en ella. Indolente, sólo se movía y mostraba calor cuando Hugo la agitaba despertándola de su letargo. Por mucho que le pesara, se había acostumbrado tanto a ella que era inútil reinventarse un nuevo mundo.


La aferró firmemente entre sus manos, la levantó inerte y se la llevó camino del baño. Era momento de darle un agua a su vagina en lata. 

6 comentarios:

  1. Un relato complicado de digerir en este mundo en que siempre hemos de preferir una falsa o pretérita sonrisa...

    Un abrazó.

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  2. Muchísimas gracias por haber pasado la digestión. Otro abrazo fuerte.

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  3. Magistral. Brutal. No dejes el oficio por favor. De escribir así. Original, virtuosa, imaginativa, desoladora.

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    1. Mil gracias. De corazón. Debo retomar la senda, cosas como ésta me incentivan.

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