No era capaz de apartar la
mirada de ella. Su reposo inmóvil se expandía ante Hugo. Se sentía un ladrón
robando la esencia más íntima. Ante sus ojos, su perfil se le antojaba apagado,
como el resplandor del anillo que apresa un dedo hinchado por el paso de los
años.
La ferocidad con la que el
deseo pujante invadía el lecho que compartían era poco más que una reliquia de
los tiempos. La precariedad existencial llenaba cada poro de la piel de Hugo, si
bien a la vez le vigorizaba como un resorte a despertarse cada día. La forma en
que se desintegraba su convivencia no dejaba de ser una tragedia para oídos
sordos. La casualidad había marcado su primer encuentro, llegó a su vida como
la bala perdida que te penetra sin querer.
Mientras seguía fijado al
espejo de su infortunio mudo, se sentía un miserable por ser cobarde y no hacer
con las penurias la soga de su vida y de una vez cambiar algo. Recordaba con
una sonrisa afligida cuando presumía de confiar en lo imprevisto como la fórmula
del caos perfecta. Eso hacía mucho que no ocurría.
En lugar de ello, había
convertido en hábito entonar un réquiem silencioso por todos los que,
inconscientemente, compartían la misma angustia, frustración y desvanecida
esperanza. Otra de sus costumbres era escribir inconexos versos, una válvula de
escape inútil a la que recurrir en ocasiones.
Acercó la mano hacia el cajón
de la mesilla del cuarto. Sacó el cuaderno deslavazado donde plasmaba sus
ejercicios de desahogo cotidiano y lo abrió. Rara vez leía aquellos apuntes de
un hombre ahogado; crear en el sentido más mundanal del término era para Hugo
una línea de fuga sin retorno que no demandaba volver sobre sus pasos. Sin
embargo, aquella mañana de domingo lo hizo.
“De tu sangre al vertedero”. Ese
era el título de los últimos retazos fieros que había gestado su lápiz hacía
tres días. Varías líneas escritas en primera persona con presión notable decían
así:
Soy la poesía podrida en tu placenta,
Soy el azote de tus vicios,
Soy la vena que afea tu rostro,
Soy el cancionero de tus mutilaciones invisibles,
Soy el talento de tu condenado a muerte,
Soy las cartas que te inventas,
Soy el secreto de tu degeneración,
Soy la caja negra de tus sombras,
Soy el terror debajo de tu lámpara,
Soy, en fin, la historia que te falta.
Hugo se quedó mirando
fijamente esas palabras varios minutos. Cerró las páginas y se sorprendió al
toparse con la cubierta en la que ni recordaba el dibujo que había plasmado:
una especie de Cristo crucificado en postura fetal bajo el que rezaba “los mejores finales, los que no comienzan”.
Su vista reparó de nuevo en
ella. Indolente, sólo se movía y mostraba calor cuando Hugo la agitaba
despertándola de su letargo. Por mucho que le pesara, se había acostumbrado
tanto a ella que era inútil reinventarse un nuevo mundo.
La aferró firmemente entre
sus manos, la levantó inerte y se la llevó camino del baño. Era momento de
darle un agua a su vagina en lata.
Un relato complicado de digerir en este mundo en que siempre hemos de preferir una falsa o pretérita sonrisa...
ResponderEliminarUn abrazó.
Muchísimas gracias por haber pasado la digestión. Otro abrazo fuerte.
ResponderEliminarMagistral. Brutal. No dejes el oficio por favor. De escribir así. Original, virtuosa, imaginativa, desoladora.
ResponderEliminarMil gracias. De corazón. Debo retomar la senda, cosas como ésta me incentivan.
EliminarJoder...
ResponderEliminarJoder...en lata.
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