lunes, 13 de abril de 2015

Ensayo sobre la imaginación.


"La imaginación es el sueño del insomne".
Raúl del Olmo

La imaginación es, probablemente, la más inesperada e inconsciente manifestación mental a la que nos vemos abocados involuntariamente desde nuestra más tierna edad. Es momento de someterla a juicio, de diseccionar sus vicios y virtudes ante los que parecemos condenados -o bendecidos, quién sabe- a caer una vez tras otra. Su encanto altivo es tal que, según ella, su único defecto manifiesto es haber creado la realidad.

Parece obvio que la imaginación es la falsificación más lograda de la vida, una dimensión paralela a través de la cual dejamos fluir nuestros deseos, miedos, carencias, fobias y demás componentes emocionales con total libertad; o, al menos, con la libertad que nuestros condicionantes culturales, sociales e intelectuales nos dejan. Pero no hay que olvidar algo: la imaginación, sin la existencia de la realidad, no hubiera podido ser jamás concebida por el ser humano. Su truco supone llevarnos donde ésta no alza el vuelo; una ficción tolerable y evidente. El límite de la imaginación está en creerla.

Son dos caras de una misma moneda que se nutren y se vacían la una a la otra, que danzan entrelazadas en un ritual basculante entre el amor y el odio, fagocitante a la par que apasionante; tanto es así que en no pocas ocasiones alimentamos a nuestra imaginación de tal forma que nuestra realidad está famélica, creando al imaginar una realidad a medida. Tanto es así, que en nuestro transitar vital cabe preguntarse qué fue antes, si nuestra realidad o nuestra imaginación. A veces, la imaginación llega a convertirse en realidad y en estos casos su canto del cisne radica en intentar conservar, a pesar de ello, su inherente encanto y misterio, tarea harto complicada. También convendría subrayar que la realidad es la adaptación de la mente al mundo: una invención perceptible particular no menos falsa que la imaginación.

Su naturaleza es infinita y morirá cuando lo haga el ser humano, se trata del estado eterno de las cosas. La imaginación nos lleva toda una vida de ventaja desde el instante en que nacemos. Resulta también curioso como la imaginación no envejece, sólo muere en aquellos que no la mantienen viva. La capacidad de imaginar es el último signo que nos queda de inocencia.

El deseo es una de sus manifestaciones más elevadas y concurridas. El fulgor del deseo, la cúspide de las ganas de vivir antes del lograr su objeto, alcanza en brazos de la imaginación más temeraria su vehículo de expresión más cautivador a la par que peligroso: su inexistencia real lo puede llevar a límites obsesivos dañinos que produzcan una desintegración de la propia vida que tenemos. En ese caso, llegamos a una solución irónica del pensamiento: el olvido del deseo, ni más ni menos que el brutal asesinato de la imaginación.

En el mundo real, también tiene un papel fundamental como agente activo, la fascinación con el objeto que existe, persona o cosa, depende directamente de la imaginación de quien la experimenta, es el traje de etiqueta de la ilusión. Todos, sin saberlo realmente, podemos convertirnos en el producto de la imaginación de alguien a través de nuestras acciones u omisiones, ser partícipes de vidas imaginadas a través de pensamientos ajenos.

La imaginación extiende sus tentáculos hacia el resto de sujetos, jamás se queda dentro de uno mismo, es una suerte de monstruo inabarcable que interconecta personas a través del tiempo y del espacio desde nuestros orígenes. Su aroma invisible es irresistible y resulta imposible no rendirse a él. La cultivamos activamente a través de nuestra experiencia, estudio y, fundamentalmente, degustación de toda obra artística de cualquier índole.

El arte, qué duda cabe, es el gran beneficiado de esta cualidad humana, tanto para el creador como para el receptor de la obra, vertebrando un diálogo invencible que trasciende cualquier barrera que pueda derribar el conocimiento y la sensibilidad. El artista hace que la imaginación nazca en su mente y muera en sus manos convertida en obra; y, a su vez, volver a nacer a través de la percepción de su público, así es su maravilloso ciclo de vida artístico. Eso sí, cabría señalar que ningún crimen del mundo de las ideas supera al de poner la imaginación al servicio de la mediocridad.

La imaginación es la prueba definitiva de que lo que importa siempre es el viaje. Da igual el origen, da igual el destino; es el "durante", la viva expresión del trayecto -en este caso dándose la curiosa circunstancia de ser surcado sin salir de nosotros mismos-, una salida de emergencia hacia ninguna parte o, si lo llevamos al extremo, una puerta sin salida.

Imaginar es también dejar de existir. Cuando tu realidad es mentira, la imaginación es cometer un delito. Convendría recordar que no conviene confundir la imaginación con la distorsión de la realidad, aunque en esencia pudieran ser consideradas lo mismo en tanto en cuanto se trata de alteraciones voluntarias de los hechos; pero hacer que la imaginación sea partícipe de una deformación consciente de nuestra rutina genera unas expectativas vitales fatales que jamás serán alcanzadas. En ese caso, llegaríamos al auto-engaño, a la mentira consentida que no es otra cosa que imaginación vulgarizada. Ante casos de imaginación insaciable, el único remedio es no esperar nunca nada. Llegados a este punto, diríamos que no somos más que el resultado de un ajuste de cuentas entre nuestra imaginación, nuestro pasado y nuestro día a día.

Su reverso tenebroso no deja de ser demoledor: la imaginación es, en ocasiones, un privilegio de la comodidad, por mucho que nos duela reconocerlo o tan siquiera apreciarlo, es muchas veces una manifestación atroz de egoísmo y cobardía: la dictadura unidireccional de nuestro pensamiento desatado a través de un ecosistema flexible en el que nada se gana ni nada se pierde, una comodidad expansiva ciertamente estática por mucho que la queramos engalanar con la bonita literatura del "escapismo trascendental". La imaginación entonces es un instrumento infalible de sobrevaloración que se nutre vorazmente de nuestras carencias.

Ahí radica precisamente el debate moral en torno a la imaginación, sin quitar mérito alguno a su importancia creativa, a su raíz artística y vivificante, bien es cierto que si su fin último no es el de mejorar la realidad -un compromiso que empieza por uno mismo-, es cuestionable su uso. Sólo hace un uso éticamente aceptable de la imaginación quien está en contacto con la realidad en que vivimos. La pura y dura evasión no es más que un camino inexorable hacia la decadencia humana, más aún en estos tiempos de avatares, virtualidad y demás conjunto de espejismos 2.0 que han contribuido a dispersar la esencia pura de la imaginación constructiva hacia la más absoluta nadería global.

Y hasta aquí llegó mi osadía escrita, a sabiendas de que, inevitablemente, la palabra es el suicidio de la imaginación.


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