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domingo, 12 de marzo de 2017

Ensayo sobre el miedo.


"No quiero dormir por miedo a no soñar".
(Raúl del Olmo).
"La libertad es no sentir miedo nunca". 
(Nina Simone).


Hoy vamos a hablar de una de las sensaciones más humanas que puedan existir: el miedo.
Pocas cosas nos asaltan de una manera más inevitable que el miedo. El miedo es una sensación universal e instintiva que abarca todo el espectro de fenómenos, tantos los conocidos como los desconocidos. Es peligroso ensimismarnos en su recreación ya que supone algo parecido a una droga capaz de inmovilizarnos con su estático deleite personal. Parece un refugio atractivo muchas veces, y es dañino: resultara como si se estuviera confortablemente allí. Es probable que el miedo sea saber, en el fondo, que las cosas podrían ser de otra forma y quedarnos quietos en vez de hacer algo. El primer escollo que tenemos que salvar es el propio enfrentamiento que surge al confrontar idea y realidad. Cuando la imaginación se convierte en el refugio del miedo, es tiempo de tirarse de cabeza a la realidad.

Generalizando, la mayor victoria a la que podemos someter al miedo es a la de vivir en su máxima expresión sin él. Es posible que no sepamos nada de la vida, pero prometernos a nosotros mismos cuidarla y no asustarnos se me antoja el principio natural para disfrutarla. La vida es demasiado corta como para tenerle miedo. El miedo no se tiene a preguntar, el miedo se tiene a la respuesta. Cualquier miedo exterior se produce muchas veces por el pánico no asumido que da la propia vida que se lleva.

Es sorprendente que muchas personas le tengan tanto miedo a la muerte cuando a lo que deberían tenérselo es a vivir sin que les ocurra nada de nada: es preferible, pienso, el entrañable miedo a que todo salga bien antes que la acartonada paz de que nunca pase nada. Para algunos, la vida se reduce a esperar que les pasen las cosas que no son capaces de buscar ellos mismos por miedo o por pereza. Pocas cosas distinguen más a las personas que la división entre las que le tienen miedo a la vida y las que le tienen miedo a la muerte. Aunque lo más peligroso es despertarnos un día y que nuestro miedo se haya convertido en indiferencia, ese día sí que podemos darnos por muertos.

Se supone que vivir debiera de ser algo así como no tener miedo a equivocarse por el temor que provoca acertar, más aún que equivocarnos en no pocas ocasiones; aunque peor que ambos miedos siempre será el miedo a no hacerlo. Nuestra misión es encontrarnos para buscar de nuevo sin miedo a perdernos: si juegas con miedo, perderás ganando. Mostrar debilidad sin miedo es la mayor fortaleza. Resultamos indescriptiblemente bellos sin el miedo a intentar volver a ser felices o a encontrar sentido a las inmensas cuestiones existenciales; es paradójico como una de las mayores amenazas del miedo es la posibilidad de ser feliz. Madurar emocionalmente la idea de que toda fuente de felicidad es perecedera, que vivir consiste en momentos felices intermitentes y no en ser feliz como ideal absoluto, es la clave para desterrar ese absurdo miedo a la felicidad, cambiándolo por esperanza. Vivir es encontrar el difícil equilibrio entre el ansia infatigable de buscar y el miedo erosionante de encontrar.

Llama la atención el miedo que experimentamos ante la incertidumbre, y una de sus mayores manifestaciones es la temporal. Miedo es sentir que cada vez el tiempo pasa más deprisa y, sin embargo, nos ocurren menos cosas. A veces, también, puede atenazarnos el miedo constante de que lo que está a punto de ocurrir no pase nunca. Su manifestación más evidente es en forma de futuro. El futuro, ante su inexistencia manifiesta, produce temor, y es curioso, a su vez, como el miedo al futuro proviene del pasado y viaja hasta él; una paradoja en sí misma cruel e irónica: tememos lo que pueda ocurrir en base a nuestra experiencia a través de lo que ha ocurrido, este hecho supone la venganza definitiva del pasado ausente: condicionar nuestro futuro a través del miedo que sintamos ante él a través de una determinada serie de pensamientos, motivaciones o conductas. Uno de los miedos a los que conviene superar se trata del miedo de habernos dado cuenta demasiado pronto de que es demasiado tarde. De nuevo, la experiencia a través de nuestras vivencias actúa como freno de mano y el miedo nos embriaga al comparar inevitablemente personas, situaciones, cosas y lugares sin que la mayoría de veces exista un hilo conductor propicio para realizar esas asociaciones mentales tan arteras. El mayor fracaso es tenerle miedo a volver a fracasar.

Obviamente, el miedo también se manifiesta en otra dimensión básica como lo es la del espacio. El miedo es en sí mismo distancia; distancia con respecto a todo y a todos. Aleja, aisla e inmoviliza. Mientras el miedo, la cobardía y la pereza sean mayores que la distancia que nos separa, seguiremos todos solos. Distancia entendida en todas sus percepciones, más allá de la distancia netamente espacial.

Más paradojas caprichosas de nuestro protagonista: nos asusta el miedo de la gente; es el miedo de los otros muchas veces el que nos hace temer y, de esta forma, manifestarse no ya sólo como sensación interna, sino como sensación colectiva castradora de todo posible proceso de cambio que conlleve modificaciones sustanciales con respecto a lo establecido por costumbre y tradición. El miedo, la sumisión y el servilismo son actualmente los principales factores de degradación humana. El miedo, por tanto, se vence en común y desde esa perspectiva social, la ignorancia suele ser su mayor caldo de cultivo y su resultado, la cobardía militante. Y esto genera, a su vez, la terrible venganza del cobarde para redimirse de su miedo a través de la intransigencia, un miedo que suele recaer sobre lo desconocido o lo que no se entiende. Llama la atención lo mal repartido que está el miedo en este mundo, y resulta trágico comprobar lo mal que se lleva la bondad con el miedo, pocos matrimonios más despreciables que el que existe entre éste y la maldad. Que la inteligencia y el conocimiento produzcan miedo y la estupidez ayude a socializar en nuestro día a día es una de las cosas que más llegan a asquear en los tiempos modernos. La ecuación es tan sencilla de plantear como difícil de poner en práctica: el mundo cambiará cuando los que se encargan de crear el miedo lo sientan en sus carnes.

Otra forma de miedo terriblemente humana es el miedo a perder. Y no nos estamos refiriendo únicamente a cosas tangibles, va mucho más allá: nos estamos refiriendo a la abstracción de las emociones y los sentimientos. En este ámbito destaca especialmente el miedo a amar. Ese miedo es uno de los que más se basan también en la experiencia y resulta extraordinariamente añorable la inocencia perdida de amar sin miedo a perder. El miedo a perder no debiera devenir en un miedo aún más atroz, devastador y sordo: el miedo a mantener algo por el mero hecho de hacerlo, por propia inercia. Pocas prácticas cotidianas erosionan más la pasión por la vida.

En el ámbito artístico me llena de satisfacción vencerle al miedo por resultar sencillo. Pocas cosas más complicadas que ser sencillo; ya saben ustedes, todo lo contrario a resultar simple y en el ámbito de las artes parece que existiera un terror manifiesto (recuerden el horror vacui) a huir de la floritura y de la pirueta estilística compleja. Afortunadamente, la experiencia y el conocimiento devienen en apreciar la sencillez como una de las armas definitivas de la belleza artística más honesta. Por otro lado, para aquellos infatigables amantes del conocimiento y de la cultura existe otro miedo muy común y menos expresado y discutido de lo que debiera: el miedo constante de que todo lo que nos guste no nos sepa conquistar.

Y el conocimiento del mundo artístico tendría su correspondiente paralelismo en el conocimiento personal. Particularmente, algunos vivimos en la terrible contradicción entre querer siempre conocer personas nuevas y el terrible miedo a que casi todas nos aburran. Es peligroso el miedo constante a que cualquier persona piense que no es suficiente para nosotros y viceversa, ambos nos condenan a una existencia aislada en la isla desierta de nuestro propio ser. Otros temores notables son el miedo a creer que ninguna presencia llene jamás el hueco de una ausencia o el miedo a que nada nos parezca excitante en el mundo actual. En ambos casos, sólo el tesón y la constancia basada en una ilusión alimentada por la esperanza en nuestra propia especie, unidos a la capacidad por seguir sorprendiéndonos sin renunciar a la curiosidad y a sentir sin reservas, pueden compensar tan amenazadores planteamientos.

Quizás pocas veces reparamos frente a una posibilidad no tan remota como pudiera pensarse y es la que supone otro juego perverso y divertido del lenguaje: hacer valiente al miedo. El auténtico miedo pareciese que fuera el de mostrarse lo suficientemente valiente y fuerte como para mostrar debilidad. Atreverse a sentir miedo es una manera de vencerlo. Sólo a través de experimentar la sensación de miedo conseguimos vencerlo, pero más allá de vencerlo, conviene educarlo, hacerlo nuestro sin huir de él y, en definitiva, aportarle el valor suficiente para que deje de tenérselo a sí mismo. Esa victoria sería similar a la de ilusionar al desaliento en el ámbito motivacional. Aunque, pensemos por un instante...¿no será que todo aquello que no nos da miedo no nos interesa lo suficiente como para merecer la pena?

Ahí les dejo con el interrogante, pero, háganme un favor: no teman.

domingo, 29 de mayo de 2016

Ensayo sobre la distancia.

Dedicado a todas las personas que he querido, quiero y querré algún día

"...Y me creí valiente porque fui capaz de desafiar a la distancia con palabras"


Si existe algún poder intangible capaz de convertirnos en vulnerables, es el de la distancia. Distancia entendida a todos los niveles, desde el más físico al más espiritual. Su rotunda presencia nos impone respeto y miedo; la observamos, la sentimos, pero es del todo, válgame la redundancia obvia, inalcanzable. Sin distancia es imposible valorar en su justa medida la importancia de las cosas, es la única perspectiva que permite diferenciar lo fundamental de lo accesorio. La distancia es, además, la memoria involuntaria. 

Es sinónimo de separación, de medir a cuánto estamos de cualquier cosa, pero no debemos olvidar que no existe mayor distancia que no intentar vencerla: la distancia más corta entre dos puntos son las ganas de hacer que estén juntos. No hay distancia más corta que un deseo valiente. Mientras el miedo, la cobardía y la pereza sean mayores que la distancia que nos separa, seguiremos todos solos. La distancia que nos separa, realmente, se mide en tiempo y las circunstancias que nos dividen, en espacio. A veces esa distancia, cuando existe en el plano interpersonal, genera angustias. La distancia más difícil de recorrer es la que separa lo que está en tu cabeza de lo que está en tus manos.

Es este momento en el que actos rituales son capaces de ejercer de mágico sortilegio para vencerla. La distancia más corta entre dos personas consiste en escuchar la misma canción a la vez estando separadas. Y es que, la música es el lenguaje que nos une en la distancia. (Ver aquí ensayo sobre la música). Otra salida es la imaginación, no exenta de peligros (Ver aquí ensayo sobre la imaginación). La imaginación es la distancia más cercana entre la realidad y lo imposible, o quizá cabría mejor decir que es el atajo capaz de acortarla. El peligro de imaginar conlleva una distancia atroz: no hay peor distancia que el desapego caprichoso de la realidad.

En ese plano de anhelo, de la tierra del "ojalá", resulta del todo poética la distancia eterna entre lo que está a punto de pasar y nunca pasa. Se me ocurre también compararlo con un pensamiento mítico, el de que los dioses inventaron la distancia para condenarnos con la facultad del deseo, del recuerdo y del olvido. En este plano mágico algo de lo que muy pocas veces somos conscientes es del punto de encuentro que supone para dos personas compartir un mismo recuerdo en la distancia a la vez.

En nuestro recuerdo siempre quedará la distancia infinita de lo que nunca existió. Si nos dejamos llevar por este plano más metafísico o sentimental, no nos costaría demasiado concluir que la distancia que separa los recuerdos de los deseos se llama vida. Por desgracia, en otras ocasiones la vida sería la distancia que separa el entusiasmo de la realidad. Sucesivamente, si queremos concatenar distancias, la que separa la realidad del deseo se llamaría circunstancias. Hablamos, en definitiva, del drama de estar unidos por la distancia y separados por la realidad. En el plano más carnal, la distancia que separa lenguas de carencias, se llama duda. La propia distancia en sí misma es el miedo que separa la rutina del placer; La distancia es la manifestación más objetiva del afecto.

Una de las facetas más triste de la distancia es cuando esta responde a una opción personal, es decir, surge y nace de nosotros mismos, bien como medida de defensa, de desconfianza o de adaptación. Esta opción aprendida y no instintiva es la consecuencia inevitable de la experiencia, lo que llamaríamos una distancia de seguridad con respecto a personas, circunstancias, deseos, temores, etc. La distancia adecuada con el mundo sería la de no mostrarse desenfocado, siendo del todo envidiable la capacidad de saber cuál es la distancia adecuada con respecto a todas las personas, trabajo harto improbable para muchos. Llevado esto a su máxima exageración, la única distancia de seguridad es no llegar a conocerse nunca. Globalmente, en el sentido ingrávido del término, todos hemos sentido algún momento en nuestras vidas en el que no distinguimos la distancia que nos une o nos separa de los demás. Es triste como vamos adoptando distancia en las relaciones sociales por miedo al daño que podríamos generar a personas que valoramos.

La distancia más inexpugnable ocurre a quemarropa. La distancia más inabarcable es la que atenta contra dos cuerpos unidos. Cualquier relación humana que lo haya vivido lo sabe, cuando no es el espacio, sino todo lo demás aquello que separa, no existe una erosión más desgarradora. De manera análoga, la distancia más corta la tendríamos en el reverso de compartir una misma cicatriz.

Otra distancia que acucia a la persona con relación a sí misma es la que separa lo que eres de lo que desearías ser, cuanto más larga sea, mayor insatisfacción hallamos. En esa lucha interior, no es de extrañar que una de las distancias más atroces que hemos sentido alguna vez es la que nos separa simple y llanamente de nosotros mismos; o, también, la distancia inabarcable que separa lo que eras de lo que te has convertido.

Pero no todos los aspectos de la distancia deben ser considerados como negativos. Al igual que la soledad (ver aquí ensayo sobre la soledad), todos necesitamos alguna vez distancia, incluso de nosotros mismos, e incluso los que no lo saben. En esos casos, la distancia se convierte en la perspectiva más fiable. Además, hay pocas muestras mayores de afecto y comprensión que respetar la distancia que decide tomar una persona en un determinado momento. Así, es fundamental diferenciar por completo el momento en el que una persona necesita espacio o distancia, cosas que no son lo mismo, pero que cuesta a veces diferenciar, incluso para la propia persona que los demanda.

Humano, a la par que injusto, resulta que la distancia sea también el baremo a tener en cuenta a la hora de evaluar las alegrías y las desgracias a cualquier nivel. A título personal, esto resulta inevitable, pero cuando viene condicionado -y amplificado- por factores externos como los medios de comunicación, poderes fácticos, etc. es del todo repugnante. Hoy día, irónicamente, podríamos concluir con que la distancia se mide en "toquecitos" con los dedos sobre una pantalla táctil, el demoledor epílogo que confirma algo devastador: vivimos en un mundo de relaciones a distancia y de vacíos a quemarropa. Al menos, esto ha traído uno de los escasos encantos de estos tiempos, el de compartir una forma de sentir a distancia.

Muy probablemente, con la perspectiva que da el tiempo, la distancia sea el juez más justo a la hora de hacer recapitulación de nuestra vida, allá lejos, en el horizonte que nos queda por surcar.

viernes, 5 de junio de 2015

Standstill: Un adiós interior.



(Escrito originariamente para Muzikalia).


Madrid, 03/06/2015

Me resulta difícil hablar de Standstill separando de ello mi trayectoria vital. Mis grandes satisfacciones y sinsabores existenciales han tenido su música como banda sonora permanente. Por ello, la noticia de su separación -o parón indefinido, según sus palabras- ha sido un jarro de agua fría.

No obstante, las declaraciones de Enric Montefusco y el comunicado de la banda al respecto han sido de una sinceridad y de una coherencia monstruosas; tales, que tiraban de espaldas y justificaban lúcida e inequívocamente tal decisión. Ojalá todos supiéramos sabernos retirar a tiempo con el mismo brío e intención con los que intentamos empezar las cosas.


Esta visita a la capital suponía un adiós que prometía emoción, encuentros interiores y un enfrentamiento claro y directo con uno mismo. Eso es lo que ofrece Dentro de la luz (13) y su correspondiente espectáculo escénico, Cénit, el cual los catalanes venían a presentar, una ocasión única para la introspección carnal más reflexiva y valiente.


Hablo en condicional porque varios hechos truncaron lo que debiera haber sido la presentación al uso de Cénit: problemas con los proyectores, problemas físicos de algunos de sus miembros y, sobre todo, el hecho de que este concierto fuera a suponer el final de la banda como tal sobre las tablas -a excepción del futuro tributo en Apolo a su etapa B-Core primitiva-.


Esto hizo confluir lo que era un espectáculo íntimo, difícil y apasionante en su digestión -como lo es su último disco- con lo que debiera ser una celebración repaso a sus grandes canciones más conocidas. A mi juicio, la mezcla de ambas facetas salió descompensada, coja y desorientadora. No, desgraciadamente no podemos decir que fuera un concierto memorable. Lo sabemos. Lo saben.




Los temas de Cénit sonaron, curiosamente, muy bonitos y lustrosos, si bien ya es casualidad que mis dos canciones preferidas, y sin duda las de mayor calado emocional de Dentro de la Luz, fueran omitidas: "Puedo pedir" y "Si vieras". Aún así, y ciertamente jodido porque era la primera vez que escucharía esas dos letras ante mí en vivo, el resto de temas acompañados de láser, humo y juegos de luces otorgaron cierta aura de réquiem purificador.


No tan bien paradas salieron las canciones repaso a su carrera desde ese punto de inflexión, a la larga revelador e imprescindible, que fue su disco homónimo publicado en 2004. En parte, esto fue debido a una frialdad y a un distanciamiento palpables entre los miembros de la banda, pese a lo conmovidos que estaban cada uno de ellos individualmente. Hay que reconocerlo: Standstill parecían una banda herida de muerte en cuanto a química entre sus miembros y las continuas arengas a pasarlo bien, cantar y bailar de Enric no hacían otra cosa que acrecentar una atmósfera turbia.


Pero, por encima, estaban sus canciones y su recuerdo. Y su indispensable presencia en mi vida, algo que tuvieron, tienen y tendrán dentro de mi corazón; algo que me ha permitido explicar lo que es sentirse parte de su comunidad emocional universalmente presentada en ese retablo de la lucha cotidiana de un ciudadano cualquiera que es Vivalaguerra (06) y su inmortal gira, haber padecido y superado grandes baches personales a través de obras tan indiscutiblemente personales y arriesgadas como Adelante Bonaparte (10) y poder contar lo que suponen para mí, e, incluso, poder preguntar a su principal compositor lo que suponen para él a través de entrevistas.


Esos pequeños acercamientos a su mundo, y tener la suerte de deshojarlos bajo mi prisma para los demás, es un pequeño privilegio, quizá algo mundano, pero que me llevaré a la tumba, lo mismo que me llevaré sus caras despidiéndose de un público entregado y suplicante por que volvieran tras dos bises indicando que "les echaban" literalmente de la sala mientras todos gritábamos desde abajo "Sí se puede" antes de que los dueños de la sala pusieran música de ambiente y se plegaran instrumentos y montajes. Puro espíritu de los tiempos.


No, no diré las canciones que sonaron mal, desangeladas o fuera de contexto. No lo merezco recordar, no lo merezco expresar y no lo merece una banda que me dio tanto. Prefiero quedarme con la fuerza infinita que siempre transmitió en directo "La mirada de los mil metros", el angustioso cántico de "Feliz en tu día", la celebración inmortal -y tan doliente en un día como ayer- de "1,2,3, Sol" o la recurrida y extrañamente bella "Cuando".


Y sí, a medio gas, deshilachados y con la herida abierta demostraron que el hueco dejado por la coherencia, la fe en un proyecto y la valentía del que cree en el valor de lo que hace es de un tamaño descomunal, más en estos tiempos; un auténtico agujero negro al que da pavor mirar. Hoy, más que nunca, también somos, fundamentalmente, aquello que perdemos.

Standstill presentando en C33 su disco VivaLaGuerra. 
Posiblemente, el momento más álgido de la banda.

lunes, 13 de abril de 2015

Ensayo sobre la imaginación.


"La imaginación es el sueño del insomne".
Raúl del Olmo

La imaginación es, probablemente, la más inesperada e inconsciente manifestación mental a la que nos vemos abocados involuntariamente desde nuestra más tierna edad. Es momento de someterla a juicio, de diseccionar sus vicios y virtudes ante los que parecemos condenados -o bendecidos, quién sabe- a caer una vez tras otra. Su encanto altivo es tal que, según ella, su único defecto manifiesto es haber creado la realidad.

Parece obvio que la imaginación es la falsificación más lograda de la vida, una dimensión paralela a través de la cual dejamos fluir nuestros deseos, miedos, carencias, fobias y demás componentes emocionales con total libertad; o, al menos, con la libertad que nuestros condicionantes culturales, sociales e intelectuales nos dejan. Pero no hay que olvidar algo: la imaginación, sin la existencia de la realidad, no hubiera podido ser jamás concebida por el ser humano. Su truco supone llevarnos donde ésta no alza el vuelo; una ficción tolerable y evidente. El límite de la imaginación está en creerla.

Son dos caras de una misma moneda que se nutren y se vacían la una a la otra, que danzan entrelazadas en un ritual basculante entre el amor y el odio, fagocitante a la par que apasionante; tanto es así que en no pocas ocasiones alimentamos a nuestra imaginación de tal forma que nuestra realidad está famélica, creando al imaginar una realidad a medida. Tanto es así, que en nuestro transitar vital cabe preguntarse qué fue antes, si nuestra realidad o nuestra imaginación. A veces, la imaginación llega a convertirse en realidad y en estos casos su canto del cisne radica en intentar conservar, a pesar de ello, su inherente encanto y misterio, tarea harto complicada. También convendría subrayar que la realidad es la adaptación de la mente al mundo: una invención perceptible particular no menos falsa que la imaginación.

Su naturaleza es infinita y morirá cuando lo haga el ser humano, se trata del estado eterno de las cosas. La imaginación nos lleva toda una vida de ventaja desde el instante en que nacemos. Resulta también curioso como la imaginación no envejece, sólo muere en aquellos que no la mantienen viva. La capacidad de imaginar es el último signo que nos queda de inocencia.

El deseo es una de sus manifestaciones más elevadas y concurridas. El fulgor del deseo, la cúspide de las ganas de vivir antes del lograr su objeto, alcanza en brazos de la imaginación más temeraria su vehículo de expresión más cautivador a la par que peligroso: su inexistencia real lo puede llevar a límites obsesivos dañinos que produzcan una desintegración de la propia vida que tenemos. En ese caso, llegamos a una solución irónica del pensamiento: el olvido del deseo, ni más ni menos que el brutal asesinato de la imaginación.

En el mundo real, también tiene un papel fundamental como agente activo, la fascinación con el objeto que existe, persona o cosa, depende directamente de la imaginación de quien la experimenta, es el traje de etiqueta de la ilusión. Todos, sin saberlo realmente, podemos convertirnos en el producto de la imaginación de alguien a través de nuestras acciones u omisiones, ser partícipes de vidas imaginadas a través de pensamientos ajenos.

La imaginación extiende sus tentáculos hacia el resto de sujetos, jamás se queda dentro de uno mismo, es una suerte de monstruo inabarcable que interconecta personas a través del tiempo y del espacio desde nuestros orígenes. Su aroma invisible es irresistible y resulta imposible no rendirse a él. La cultivamos activamente a través de nuestra experiencia, estudio y, fundamentalmente, degustación de toda obra artística de cualquier índole.

El arte, qué duda cabe, es el gran beneficiado de esta cualidad humana, tanto para el creador como para el receptor de la obra, vertebrando un diálogo invencible que trasciende cualquier barrera que pueda derribar el conocimiento y la sensibilidad. El artista hace que la imaginación nazca en su mente y muera en sus manos convertida en obra; y, a su vez, volver a nacer a través de la percepción de su público, así es su maravilloso ciclo de vida artístico. Eso sí, cabría señalar que ningún crimen del mundo de las ideas supera al de poner la imaginación al servicio de la mediocridad.

La imaginación es la prueba definitiva de que lo que importa siempre es el viaje. Da igual el origen, da igual el destino; es el "durante", la viva expresión del trayecto -en este caso dándose la curiosa circunstancia de ser surcado sin salir de nosotros mismos-, una salida de emergencia hacia ninguna parte o, si lo llevamos al extremo, una puerta sin salida.

Imaginar es también dejar de existir. Cuando tu realidad es mentira, la imaginación es cometer un delito. Convendría recordar que no conviene confundir la imaginación con la distorsión de la realidad, aunque en esencia pudieran ser consideradas lo mismo en tanto en cuanto se trata de alteraciones voluntarias de los hechos; pero hacer que la imaginación sea partícipe de una deformación consciente de nuestra rutina genera unas expectativas vitales fatales que jamás serán alcanzadas. En ese caso, llegaríamos al auto-engaño, a la mentira consentida que no es otra cosa que imaginación vulgarizada. Ante casos de imaginación insaciable, el único remedio es no esperar nunca nada. Llegados a este punto, diríamos que no somos más que el resultado de un ajuste de cuentas entre nuestra imaginación, nuestro pasado y nuestro día a día.

Su reverso tenebroso no deja de ser demoledor: la imaginación es, en ocasiones, un privilegio de la comodidad, por mucho que nos duela reconocerlo o tan siquiera apreciarlo, es muchas veces una manifestación atroz de egoísmo y cobardía: la dictadura unidireccional de nuestro pensamiento desatado a través de un ecosistema flexible en el que nada se gana ni nada se pierde, una comodidad expansiva ciertamente estática por mucho que la queramos engalanar con la bonita literatura del "escapismo trascendental". La imaginación entonces es un instrumento infalible de sobrevaloración que se nutre vorazmente de nuestras carencias.

Ahí radica precisamente el debate moral en torno a la imaginación, sin quitar mérito alguno a su importancia creativa, a su raíz artística y vivificante, bien es cierto que si su fin último no es el de mejorar la realidad -un compromiso que empieza por uno mismo-, es cuestionable su uso. Sólo hace un uso éticamente aceptable de la imaginación quien está en contacto con la realidad en que vivimos. La pura y dura evasión no es más que un camino inexorable hacia la decadencia humana, más aún en estos tiempos de avatares, virtualidad y demás conjunto de espejismos 2.0 que han contribuido a dispersar la esencia pura de la imaginación constructiva hacia la más absoluta nadería global.

Y hasta aquí llegó mi osadía escrita, a sabiendas de que, inevitablemente, la palabra es el suicidio de la imaginación.


domingo, 3 de agosto de 2014

Ensayo sobre la tristeza.


"La tristeza siempre merece un beso".

Es curioso que por fin me anime a escribir hoy sobre la tristeza. Curiosamente un día en el que me siento alegre. Alegre al azar, sin motivo, como sintiendo un pequeño fulgor interno de algo llamado vida. Así, sin más y siendo tanto.

Hay dos posturas enfrentadas a la hora de hablar de la tristeza: por un lado, la tristeza es algo de lo que huyen las personas por naturaleza, instintivamente, pero cuando esa huida es premeditada parece ser condición ineludible de las personas más simples. De igual modo, por otro, es como si las personas con una inclinación más artística, creativa o con un alto interés por la cultura llegaran a encumbrarla hasta cotas de intelectualismo estético, convirtiéndola en un ente sobrevalorado.

Evitar la tristeza es humano, evidentemente, pero huir de ella es un acto de miedo que dice muy poco de las personas que lo llevan a cabo. Las personas que la afrontan y no escapan de ella son las que tienen más vida por delante, más hambre por vivir cosas. Los remedios naturales para luchar contra ella muchas veces están dentro de nosotros mismos. El primero, por no decir el único, es no tomarse a uno mismo demasiado en serio. Tristeza en modo alguno es sinónimo de pesimismo, al contrario, soy de los que apuesta a que la tristeza sonriente le ganará la partida a la pena y a la amargura. Eso sí, es necesario evitar que la tristeza se convierta en una postura cómoda de desintegración paulatina soportable.

Es un sentimiento difícilmente controlable, pero sí bastante tendente a ser ocultado o mostrado en la intimidad más reducida de uno mismo. No obstante, considero que las personas que no ocultan la tristeza son más bonitas en su conjunto. Esa posibilidad de camuflarla me hace pensar que su némesis, la alegría, posee un poder más invencible al escapar con más facilidad de cualquier mecanismo de control. En cualquier caso, la relación entre ambas facetas es ineludible; tanto es así que, en muchas ocasiones, la tristeza es la resaca de haber conocido la felicidad, al igual que la tristeza es patrimonio exclusivo de quien conoce la alegría. Felicidad, ése sí que es un concepto abstracto, colosal o ridículo dependiendo de en qué boca se escuche. Desde luego, hay tristezas con el suficiente aplomo, entereza y coherencia capaces de reírse de muchas felicidades ajenas convencionales, insustanciales e inconscientes. También considero, por ejemplo, que el cansancio o el aburrimiento son manifestaciones mucho más nocivas que la tristeza. De cualquier forma, tanto la expresión de la alegría como de la tristeza dicen mucho más de una persona que lo que pueda hablar sobre ellas. Realmente, resultan fascinantes los cauces subterráneos de tristeza y de alegría que nos guían intuitivamente hasta el corazón de una persona.

Uno aprende a llevarse bien con su tristeza y aprende, además, a descubrirla en los demás. Hacerse mayor es reconocer la tristeza que oculta un rostro. La tristeza aprende a instalarse en nuestras vidas y es hasta un elemento de interacción social: hay relaciones basadas en compartir la tristeza sin saberlo, en una complicidad fiel con ella. Esa consciencia de uno mismo, de los demás y de nuestro lugar en el mundo, que no es otra cosa que adquirir conocimiento, sí genera tristeza, una nostalgia permanente que nos hace dudar y cuestionarnos cada día.

A veces, se transforma en la personificación de algo vicario siendo la manifestación de echar de menos a aquel o a aquello que nos la provoca. Siempre tiene la costumbre de entrar de puntillas y sin llamar, al igual que, por el contrario, la alegría se marcha sin despedirse. Las cosas que menos me gustan que se hagan con la tristeza son la de avergonzarse de ella y la de utilizarla como excusa para odiar a todo el mundo.

La lucidez acompasada de la tristeza es el filtro que purifica la vida que llevamos, tratada e interiorizada por nosotros, es transformada en otros estados afines. La nostalgia y la melancolía son sus manifestaciones vehementes, algo así como la marea baja del océano inmenso y heterogéneo que es. Convertir la tristeza en amargura y no en belleza es de personas poco deseables. De hecho, la frontera que separa la tristeza de la belleza es un territorio en el que más de una vez he deseado transitar en un sueño eterno.

Hay tristezas minúsculas, pequeños detalles y destellos de nuestro trascurrir. En mi caso, un buen ejemplo es la tristeza extrañamente reconfortante que me surge cada vez que termino un libro y me despido en silencio de aquello que se lleva de mí -sí, el también nos ha leído-. Otra de su manifestaciones cotidianas es descubrir que hay una especial tristeza al pensar que toda vivencia algún día será un recuerdo. Encontrar tiene esa tristeza inexplicable y súbita del que deja de buscar. Otra práctica que me sume en ella particularmente es ver fotos del pasado. Siempre me ha parecido un ejercicio de tristeza mal disimulada.

Otras veces, por el contrario, son manifestaciones muy dolorosas. De todas, la que más daño me hizo conocer fue la que produce recordar la voz de una persona querida que ha fallecido. Son estas manifestaciones agudas y en modo alguno vivificantes las que realmente dejan más petrificado a quien las recibe que los ojos de Medusa. La tristeza inmoviliza, pero aporta un reposo a la mirada que permite desnudar el esqueleto de las cosas con impresionante precisión. La tristeza más demoledora es la de perder las ganas de vivir, la ilusión y el reflejo de lo que vendrá, mirar hacia delante en el calendario y no encontrar ni una sola fecha que ansíes ver llegar.

Pero de todo, por lo que brindo hoy, mañana y siempre es por convertir la tristeza propia en la sonrisa ajena, todo un aroma de esperanza para seguir día a día aprendiendo a convivir con ella.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Ensayo sobre la música.


"Sin música, la vida sería un error." (Friedrich Nietzsche).

Si hay algo en este mundo que nunca abandonaré, o una deuda que no podré pagar, ésa será con la música. La certeza de su compañía es la única que aseguro a mi lado hasta mi propia muerte. Hoy quiero dedicarle unas palabras a un arte que, por muy alejado de los paradigmas psicológicos pudiera sonar, me resulta una necesidad en toda regla para seguir viviendo. Bajo mi punto de vista, la música es el arte más superior porque su capacidad de emoción y evocación la concretan las percepciones del receptor en grado máximo. Sin ella, la existencia sería puro esbozo.

La música es la extensión de la vida que no vives, tiene el asombroso poder de hacerte creer ser quien no eres. La música es a los recuerdos lo que la ilusión a la vida. Hablar de música, para quien la ama sobre todas las cosas, es algo inevitable; es más, no me cabe duda de que las personas que recurren a conversaciones sobre ella, me son del todo adictivas. Sin importar géneros, preferencias o cualquier otra consideración al respecto, amar la música te hace cómplice de aquellos que la sienten y padecen igual; es como si compartiésemos un inmenso mismo corazón, por supuesto, con todas las diferencias y matices propios de la escucha de cada cual. No cabe duda de que la música es el lenguaje universal de las emociones; una arquitectura perfecta sobre la cual elevarlas al infinito. La música perfila sensaciones que ni el propio razonamiento humano alcanza a describir con un mínimo de destreza. Es, en definitiva, lo más bonito que puede pasarnos.

Para sus fieles amantes, la única forma verdadera de escuchar y de sentir la música es hacerlo como un fin en sí mismo, nunca como acompañamiento de otra actividad; además, la música más especial se reserva para escucharla en soledad siempre. En ese colectivo innumerable que la requiere casi constantemente, existe una conectividad tal que nos hace palpables a distancia, tendiendo puentes que unen distancias infranqueables; su vehículo de traslación, eventualmente omnipotente, nos acerca a nuestros semejantes y nos convierte, a su vez, en el propio territorio cambiante de su tránsito. Somos su hábitat y ella el fenómeno atmosférico voluntario que termina por darle una apariencia propia.

Para los que así la entendemos, no basta el tópico de que la música es la banda sonora de nuestras vidas; al revés: nuestra vida es la banda sonora de ella.Vivir sin música es la mayor abominación humana que alguien pueda cometer, es morir con más convicción. Trascurrir día a día, aceptar sinsabores, la incomprensión que nos rodea, es el ruido de nuestra existencia que se vence cuando irrumpe valiente. Pareciera como si no estuviera en nuestra propia mano el sentir algo tan especial por ella, como si, realmente, debiéramos sentirnos privilegiados por el hecho de que sea la música la que nos ame a nosotros, nos embellezca y, en definitiva, nos elija. Nos sentimos usados por ella y nos gusta. Resulta milagroso que, con todos los tumbos, giros e imprevistos que protagonizamos, sea esencialmente su amparo el que nos siga entendiendo. Atiende cuidadosamente mientras fluye en nuestros oídos siendo, en no pocas ocasiones, la respuesta a todas las preguntas. Sin embargo, cabe indicar que, a pesar de alojarnos en su seno, irónicamente, le sobramos todos.

La música es lo más cercano a la magia que ha creado el ser humano. Como diría un mago, nunca llega pronto o tarde, siempre llega en el momento adecuado; su muestra de fidelidad no conoce límite y su poder sanador se me antoja inagotable. En ocasiones, la música hace por nosotros aquello que los demás ni saben, ni pueden. A través de la nostalgia y de la melancolía, encuentra una de sus líneas de fuga predilectas: revivir cualquier tipo de sensación desaparecida a través de la música, es un ejercicio de dulce masoquismo. Seguros a su salvaguarda, es el único refugio inexpugnable; un refugio que, en ocasiones, puede ser compartido: recuerdo cuando no hacía falta más que otro par de ojos a mi lado mirando el techo en silencio mientras su sonido lo inundaba todo.

La música, a través de su evocador sentido, nos engaña y nosotros nos dejamos; por sí misma no cambia nada, es la mentira afable a través de la cual hacer fluir nuestras emociones deseando, anhelando o cauterizando el sufrimiento. La música, ciertamente, no arregla nada; pero, al menos, embellece todo lo que está estropeado, empezando por nosotros mismos. Es incapaz de conseguir imposibles, pero, sin embargo, nada tiene un poder transformador de tu mundo más efímero y absoluto a la vez que escuchar música.

Su distorsión consentida de la que hablamos, también puede ser utilizada como arma arrojadiza perfecta, para maniatar un corazón o para sugestionar una mente; también para torturarlos y someterlos a la filigrana de su juicio. También sabe jugar con las variables espacio-temporales, tiene la capacidad de jugar con el tiempo y el espacio, alejando lo cercano y acercando lo lejano.

Su celebración está plena de rituales: desde el más inmediato de elegirla para un determinado momento, pasando por el de imaginar la vida de las personas a través de la música que aman o por el de escuchar los propios secretos que guardamos, hasta llegar al de conocer nueva música. Indagar en su inabarcable universo, sigue siendo una de las tareas que más ennoblece y emociona nuestras almas desgastadas por el paso del tiempo. En ese sentido, es como si existiera un compromiso vitalicio con ella, una unión indisoluble con la música que te invade.

Cabe hablar de puntos negros. Como todo lo imprescindible para aquellas almas afines a su encanto, debe existir -al igual que en el resto de disciplinas artísticas- "música" susceptible de interesar y cubrir las necesidades de aquellos que, por mucho que se empeñen en afirmarlo a los cuatro vientos, jamás entenderán su trascendencia y naturaleza celestial. Esos que catalogan a la música como entretenimiento, también entran aquí. A ellos van dirigidos artefactos que podríamos catalogar sin más como insultos a la inteligencia humana. Exagerando, si se me permite, su consumo va destinado a seres que no cumplen los requisitos mínimos para ser considerados personas. Otros perdidos en su océano, son aquellos que se limitan a catalogar la música como buena o mala exclusivamente por su género; en este caso, es obvio: no tienen idea de lo que hablan ni les gusta lo suficiente.

No demoremos más su llegada, emprendamos una jornada más del viaje a través de nuestro medio de teletransporte predilecto; un viaje que no conoce fin, que no requiere ni billete, ni destino. Y si en el trayecto olvidaste dónde fueron esos pedazos de ti, la música te los devolverá mientras suene. Tampoco olvides detenerte mínimamente ante su postal más sugerente: la de la marea subiendo en tus propios ojos.

A su abrigo, el mundo se congela para observar con detenimiento la majestuosidad de su desmoronamiento.

viernes, 14 de marzo de 2014

Ensayo sobre el silencio.


"Vine a traducir el silencio de nuestra vida para pasarlo a limpio, 
antes de que la sordera de la soledad lo convirtiera en mudo".

Mi última entrada en el blog hablaba sobre la soledad. Ésta se la dedicaré a la forma predilecta en que muerde: el silencio. Creo que se encuentran emparentados, son confidentes la una del otro; tanto que, a través de las formas de interacción social actualmente en boga, no somos más que soledad y silencio amplificados.

El silencio es algo que tarda en valorarse en nuestras vidas, invadidas por el ruido y la algarabía desde que somos pequeños. Ocurre más aún cuando es ajeno; respetarlo en estos casos es un signo de aprecio y de comprensión fundamentales, si bien es imposible sin haber aprendido antes a hacerlo con el nuestro. Pero una cosa es evidente: valorar el silencio es crecer como persona. Paladear todos y cada uno de los matices con los que cuenta su uso y disfrute, es un placer en sí mismo y todo un arte saberlo manejar.

Erróneamente, se piensa en él únicamente como un indicador de aislamiento. Esta consideración me parece limitada e incompleta. Compartirlo puede convertirse en la forma de comunicación más penetrante: el silencio cómplice tiene un encanto que causa tremendo reparo romper, es un inmenso arco que abarca desde lo más sublime a lo más descorazonador.

Al hilo de esta reflexión, no puedo dejar de lado mencionar una de las letras más bellas jamás escritas con respecto a ello, la de la canción "The loudest sound" de The Cure: un niño y una niña sentados uno junto al otro, compartiendo el sonido más pesado, el del silencio, curiosamente pertrechado por una distancia emocional infranqueable, conmovedor afecto silencioso en un mundo con tanto ruido:

Side by side in silence
They pass away the day
So comfortable, so habitual...
And so nothing left to say

Nothing left to say
Nothing left to say

Side by side in silence
His thoughts echo round
He looks up at the sky...
She looks down at the ground

Stares down at the ground
Stares down at the ground

Side by side in silence
They wish for different worlds
She dreams him as a boy...
And he loves her as a girl

Loves her as a girl...

And side by side in silence
Without a single word...

It's the loudest sound
It's the loudest sound...

It's the loudest sound I ever heard

Existe una asociación muy fuerte y curiosa entre el sonido y el silencio. De hecho, creo que son del todo complementarios y logramos apreciar al uno por la saturación causada por el otro. Como sonido más superlativo a la hora de plasmar emociones, al menos en mi caso, está la música. Pues bien, el silencio sería la puerta de salida de ella. Tanto es así que, por ejemplo, la capacidad evocadora de escuchar canciones nos hace despertar la nostalgia y nos retrotrae a recuerdos dormidos en el lecho de la memoria para desvanecerse, finalmente, en forma de silencio. Para terminar mi inevitable referencia a la música, diré que compartir una canción en silencio es lo más cerca que estaremos nunca de entender a otro corazón.

No toca hablar de lo imprescindible que me parece el uso acertado, creativo y sugestivo del silencio en cualquier arte, pero, al menos, quiero dejar constancia de lo imprescindible que me resulta su tratamiento en este ámbito. Puesto a elegir uno, sin duda alguna me quedaría con el logrado por David Lynch y su capacidad expresiva sin límite.

Por tanto, el silencio es una forma de comunicación, habla y dice mucho de nosotros; nadie duda de que un simple gesto visual complementado por un tremendo silencio puede ser el mayor grito de socorro, de deseo o de tristeza. Igualmente, la respuesta más demoledora ante una pregunta, es el aplomo del silencio y el mejor contra-argumento ante los estúpidos, una mirada fija de escepticismo máximo, directa a los ojos y en completo silencio. Su capacidad visual se completa y evidencia considerando que nada nos hace sentirnos más observados que el silencio; de igual manera, todo lo que abandonamos nos vigila silenciosamente desde algún lugar inhóspito de nuestro pensamiento.

Su capacidad indicadora de determinados hechos es del todo contundente y meridiana: ante la inexactitud de la palabra, se levanta la certeza del silencio. Mismamente, a la hora de tomar una decisión o de sufrir un cambio, los más profundos y auténticos, lejos de ser proclamados a los cuatro vientos, ocurren a su amparo.

Su carácter delator es evidente, tanto que la letra pequeña de las personas se escribe en su silencio. Es acompañante cetrino de la quietud que invade tu espacio, tramando siempre algo. Y si comentaba su, digamos, cara más amable, también cuenta con su cara más demoledora, evidentemente. Tanto que su preponderancia dentro de una vida es, en sí misma, una forma de suicidio. Delata cansancio de vivir, mal disimulado por la propia expresión silenciosa. En estos casos, los presidios cotidianos en cada uno de los ámbitos en los que nos movemos, desde el más público hasta el más íntimo, se correlacionan con dicha expresión. En nuestras inevitables relaciones sociales, es todo un gesto respetar el silencio antes de caer en esas conversaciones agotadoras acerca de lugares comunes, transitadas hasta la nausea; y, por otro lado, en el aspecto más privado, si las camas hablaran, lo harían de cómo el placer se hizo silencio.

En la interacción humana, el silencio da para casos curiosos e irónicos, como el hecho de que haya personas que hasta cuando hablan expresan silencio; o bien, que haya muchas que resulten más inteligentes en silencio disimulando su torpeza existencial.

Sufrir en silencio y quejarnos a gritos es el contradictorio estigma de estos tiempos. Pero, de cualquier forma, el fastuoso edificio que construye la falta de ruido, invita a recorrer sus angostos pasillos y perdernos en sus cámaras intrincadas, de múltiples significados y estados emocionales. Recorrerlo es un viaje inevitable y fascinante hasta terminar en el último silencio ineludible: la muerte.

viernes, 28 de febrero de 2014

Ensayo sobre la soledad.

"soledad es escribir con el dedo en las ventanas y que nadie lo lea,
soledad es un espejo sin reflejo".


Nada nos acompaña con más fidelidad que la soledad. Éste pretende ser un breve retablo sobre el que trazar las pinceladas de su extraña concomitancia, aquella con la mirada más penetrante.

Llega un día en el que descubrimos que la soledad es, asombrosamente, independiente del número de personas que tengamos a nuestro lado. La soledad vocacional es un arraigo, no nos abandona ni estando acompañados. Tiene la facultad de convertir el silencio en mudo; de hecho, somos poco más que soledad y silencio amplificados al intentar comunicarnos con nuestro entorno en cualquiera de sus formas; cuenta con la facultad de unir distancias y, curiosamente, es la única enfermedad que se transmite a través de ellas.

Su travesura es tal, que no cesa de jugar con nosotros cortejándonos. Muchas veces duele y es inapreciable: la soledad de verdad, profunda e incisiva es la que produce no poder compartir las angustias que nos remueven por dentro con nadie. Al menos, afortunadamente, es capaz de distinguir el trato entre los que quieren estar solos y los que merecen estarlo; No hay mayor privilegio que la soledad voluntaria, ni mayor condena que la soledad forzosa. Duele mucho reconocer que ésta última es muchas veces una consecuencia del egoísmo.

Podríamos hablar de que, cuando es ganada a pulso, es también un acto de justicia. Es más, me atrevería a decir que, salvo en los casos de exclusión social, la soledad es casi siempre merecida. En cualquier caso, deberíamos ser capaces de llevarla con dignidad sea del tipo que sea. 

En ocasiones, se convierte en la anestesia del que está perdido, del que sólo sabe zurcir recuerdos en la piel de un presente donde no hace pie, del que ha dejado habitar al parásito de la ausencia dentro de ella. Somos tan bobos que pensamos que nos sienta bonita incluso.

También es una forma de llamar la atención en sí, el grito de socorro más intenso, una exclamación de afecto silenciado. Y, si logramos que alguien acuda al rescate, una y otra vez, y venga quien venga, el poso que nos queda dentro, finalmente, es la terrible soledad de uno mismo. Aunque, irónicamente, pienso que todo el que es capaz de hablar sobre la soledad, no está del todo solo. Para él es un capricho sibarita. En estos casos, es una filia para poner en común, una relación en constante crepúsculo que amplifica así su efecto devastador.

Si pensamos en ella como condena, Los dos tipos de personas sentenciadas a la soledad son, principalmente, los que no saben querer y los que no se dejan querer. Detesto, con especial deleite, los casos de orgullo en los que no se acepta la soledad en que uno vive, o a los resentidos que la valoran por el mero hecho de no saber estar con nadie. Son tan necios de no darse cuenta de que es la cosa que menos sabe pasar desapercibida.

Nadie duda de que, en la sociedad actual, compartir la soledad en cualquiera de sus modos, es el modelo de relación afectiva que se impondrá definitivamente. Eso se evidencia de forma terrible a través de internet; tal es así, que, cada vez que dejamos un apunte sobre nuestra vida personal por las redes sociales o por otra forma de comunicación virtual, la soledad y el aislamiento ganan una nueva batalla. 

Este espíritu de los tiempos se plasma con vértigo y ostentosa evidencia mucho más en la gran ciudad, convirtiéndola en la enfermedad urbana más letal: arrojar un mensaje en una botella por la taza del váter sería la metáfora de cualquier forma de comunicación, de todo intento estéril de acabar con la soledad a través de este ecosistema artificial.

Bienvenidos a la gran fiesta de la soledad globalizada.

viernes, 25 de octubre de 2013

Ángela Cavagna: prima donna.


Hoy quiero rendir en mi blog un sentido homenaje al principal mito erótico de mi infancia: Ángela Cavagna. Quizá se aparte de la temática general de los artículos, pero qué duda cabe que rememorar la importancia de un mito en cualquier campo es fundamental, personal e intransferible. El tono dista bastante del empleado en la mayoría de entradas, ya que fue ideado y escrito para un especial de "Guerra de tetas" que hicimos en el weblog del programa de radio donde colaboro, La Parada de los Monstruos. Su desparpajo, frescura y nostalgia feromática lo convierten en una rareza singular y díscola para estas páginas.

Ángela Cavagna es un nombre que no dirá nada a muchos. Esta italiana rivalizó con Sabrina con furor por ser la sensación definitiva de la batalla voluptuosa en torno a los senos que dinamitó los años ochenta de muchos hogares a nivel televisivo. Su esbelto poder mediterráneo exigía desde entonces paladares exquisitos: ella era la elegancia para el inquieto semen bisoño quinceañero.

Y contaba con un arma que no fueron capaces de explotar sus rivales: un culo de órdago del que siempre hacía gala ya fuera posando, ya fuera actuando. Así, a las claras, ella era la mujer latina perfecta para haber protagonizado cualquier devaneo carnal de Tinto Brass o Bigas Luna, sus generosas chichas bien habrían merecido el homenaje de estos gigantes fílmicos de la industria cárnica sin complejos.

Aún recuerdo su impactante presentación: su camisón amarillo, medias de rejilla y deportivas bajando por la escalinata de una sala de máquinas que emulaba el interior de un barco. No podría ser en otro entorno más casposo y excitante al tiempo para un quinceañero lejos de dinamitar la noche: un programa decadente de Nochevieja presentado por La Trinca nada menos. Un año antes había sido la mortadela de la Salerno la que había conquistado pantalla con esa chupa heavy carpetera en TVE, pero esta vez era nada menos que una revisión en playback del “Cuando, cuando” –tiene huevos, oigan- bailado a brincos y vueltas, el que dejó ver un pezón empitonadísimo (nada que ver con la picadura de avispa en medio de una rodaja de fiambre de la cejuda Sabrina). Esos bailes horteras y esa manera de tocarse su esplendida cabellera, junto a un magreo en plano picado de su culo en primer plano, dejaban a las claras que la Cavagna pisaba fuerte aunque hubiese llegado rezagada a nuestro universo tetómano.


Ese mismo año fueron las autonómicas las que se llevaron a la Salerno para la ocasión, pero bien asegurados de que sus pechos no guiñarían un regalo al personal, al hacerla actuar con un sujetador empedrado bien ceñido que impedía cualquier salida de mama y de madre.

No tardaron en llegar portadas por estas tierras en Interviú, con esas famosas batallas entre las antiguas amigas italianas de adolescencia, hasta fotos juntas de entonces llegaba a publicar la revista. Interiores con fotos de escándalo donde quedaba muy a las claras la superioridad de la Cavagna en su geografía corporal. Ambas debieron haberse conocido en su Génova natal. El colmo de la lucha le hizo llevar a los tribunales italianos a Sabrina acusándola de que sus pechos no eran naturales a diferencia de los suyos y que incluso llegaba a meterse algodón en los sujetadores antes de actuar (¡!). Lo más desternillante era la manera en que a los cuatro vientos se promulgaba “Artista” como si fuera, no sé, Diana Ross o Aretha Franklin. Para mearse.

En la posterior lucha de ubres ya mencionada en anteriores artículos, dirigida por el inefable Ángel Casas en su programa de variedades, donde coincidieron aparte de ellas dos, Samantha Fox, Carmen Russo y nuestra Marta Sánchez –época tensa con la prensa en que tuvo que posar en un calendario en bolas a lo Marilyn para que no la publicaran unas fotos junto a un negro trempado a su lado- la Cavagna tuvo que grabar su actuación en distinto día al que acudía Sabrina para evitar que coincidieran juntas. Apabullante fue su vestido escarlata de terciopelo vampírico a punto de estallar a cada centímetro y cerrado en el cuello, dejando a la vista un hiperbólico escote, un paraíso sensorial donde cebar nuestra líbido adolescente. Muy pin-up 50´s. No obviemos el tema de spaghetti disco con guitarrita a lo Raúl Orellana de la época que era su tarjeta de presentación siempre: “Easy Life”, pa’ nota.

Easy life en el programa de Ángel Casas.

Y como nos vino, se nos fue y se nos refugió en su Italia donde llegó a ser portada de Playboy y tener numerosas apariciones televisivas en programas concurso y demás como enfermera, azafata, hasta recientesreality-shows; en fin a cualquier palco donde ver algo de su carnal “instinto artístico”.

Su decadencia puede ser seguida, tristemente, en www.angela-cavagna.it, página donde vemos como es capaz de, casi veinte años después de estas tempestades, seguir posando con un físico irreconocible a decir verdad, lo que la convierte casi en la Axl Rose del circo pectoral.

jueves, 11 de julio de 2013

La función del arte y la obra artística como producto de consumo.


Hace bastante que no dedico una entrada en mi blog a hacer una reflexión que no tenga como referente una obra, estilo o autor concreto. Me refiero a esos, digamos, ensayos acerca de un tema como el que por ejemplo dediqué a los medios de comunicación. (ver aquí) o a los vicios generados por la cultura de la imagen (ver aquí). En este caso, llevaba tiempo queriendo hablar sobre el valor del arte, y sobre todo, cuál considero que es su función principal.

Vivimos tiempos en los que internet ha cambiado la perspectiva de muchas cosas y más que nunca la aglomeración de información, y por ende de acercamiento a referentes artísticos, ha aumentado de forma desmesurada. Esto ha modificado desde los propios hábitos de acercamiento a las obras hasta el propio modo en que éstas son decodificadas por nosotros como receptores.

Evidentemente, este acceso universal -permítaseme emplear el término, si bien sabemos que la precariedad y desigualdad mundiales no permitan un homogéneo acceso no sólo a internet, sino a cubrir las necesidades más básicas-, ha traído muchos aspectos positivos. El principal el fácil acceso, y no sólo me refiero a la controversia generada por las descargas de material musical, cinematográfico o literario gratuito, tema espinoso y estéril sobre el que no entraré. Me centro más bien en que a un sólo click de distancia puedo escuchar un disco antaño inencontrable, disfrutar una película que de forma alguna ha sido distribuida en nuestro país u observar una panorámica del desarrollo pictórico de un artista, por poner varios ejemplos elementales. Es agradable desde esa perspectiva comprobar como lo que antes costaba tanto tiempo y esfuerzo conseguir ahora está al alcance de nuestras manos: permite culturizarse a una edad más temprana y completar las lagunas que existen sobre diversos aspectos a poco que un individuo se preocupe por ello.


Pero, claro, esta comodidad conlleva una serie de aspectos negativos inevitablemente. El primero la desvalorización del objeto conseguido: la ausencia de dificultad o el ritual fetichista de conseguir algo inalcanzable, se pierde. Y esto algunos lo considerarán una visión romántica o desfasada. Y lo acepto. Evidentemente, aspectos relativos a soportes o formas de disfrutar un producto final han variado con los siglos y no seré yo un anquilosado artrítico que me oponga al avance de los tiempos. Vamos, que ya nadie escribe en papiro, o recibe el correo a caballo y en su momento bastantes personas que tuvieron que adaptarse a los cambios debieron rasgarse las vestiduras. Es este un aspecto referido al instinto humano de defensa y conservación, de ver que el mundo evoluciona y cambia mientras nos hacemos viejos. Pero para paliar esto existe la curiosidad y la inquietud, aspectos que ni tanto yo ni como la mayoría de lectores desde luego estoy seguro abandonarán.

Mucho más grave me parece el problema de la saturación de información. Cada vez más y más recopilación de discos, películas, series, libros, cómics...con una imposibilidad física y temporal de ser disfrutados con deleite, detalle y meditación. Es la dictadura del aquí y ahora: ya no se valora la impresión, el análisis o la crítica constructiva de un objeto. La simplificación -y en esto he de ser severo- de las nuevas generaciones y de no pocas personas que superan la treintena absorbidas por la marea, lo único que consideran y tienen en cuenta es ser el primero en disfrutar algo e indignarse si el otro todavía no lo ha hecho; y, evidentemente, corriendo a publicar su opinión irritantemente vacua o precipitada sobre ello en alguna red social. Eso si es una opinión: muchas veces basta con decir que se "está viendo tal o cual película" o que se "está en este o el otro concierto", con fotografía incluida: no olvidemos que la palabra, por desgracia, ha perdido para estas personas la significancia y riqueza inherentes a ella. Triste, reduccionista e inhumano.

No eliminaré la autocrítica por mucho que carecer de ella sea otra lacra actual. En ocasiones, nosotros mismos pecamos de los mismos hábitos. Pero con una diferencia: somos conscientes, asumimos la contradicción -puesto que sabemos que el conflicto y su erradicación sólo pueden hacerse desde dentro del problema- y, aún así, reflexionamos e intentamos sacar conclusiones en la medida de lo posible paliativas y modificadoras de nuestra conducta hacia otras vertientes más estimulantes para el prójimo y nosotros mismos.

Ante esta perspectiva consumista y absolutamente fagocitadora de muchos valores intrínsecos a las obras artísticas para el autor y su público, queda hablar de lo fundamental: cuál es el valor máximo del arte, su función trascendental para el ser humano. Y no me cabe duda de que esta es su tremenda capacidad para cambiar la realidad: desde la propia a la de una sociedad, desde el individuo al conjunto de la población. Este poder absoluto pareciera pasara desapercibido para mucha gente desvalorizando en gran medida sus capacidades y aletargando conciencias.


Y es aquí donde la crítica ha de ser atroz: cuántas personas no paran de consumir -porque aquí ese es el verbo- arte de diversa índole siendo incapaz de sacar nada de provecho para sus vidas ni para intentar transformar en la medida que puedan el mundo comenzando desde su interior. Muy poca. Tan poca, que esta gente, la que suele decir que lo que busca es divertirse -sentimiento absolutamente legítimo y del que ninguna persona huye a no ser que sea un deshecho humano camino del cementerio-, ni siquiera se para a pensar en la intencionalidad de un discurso o en de qué forma, ya sea desde la más emocional e instintiva a la más reflexiva y racional, las cualidades de esta disciplina trascienden y transforman las cosas.

Es del todo irritante y aburrido tratar de dialogar con estas personas acerca de estos aspectos y lo que nos encontramos delante son meros contenedores que procesan información como máquinas frías con el piloto automático de la ingestión masiva activado.

Su reduccionismo simple les lleva a considerar estas reflexiones como delirios intelectuales cuando no existe nada más alejado de la realidad. Sencillamente, son un canto destinado a revalorizar aspectos intangibles enriquecedores de la persona. Nos humanizan a la par que nos ponen en alerta frente a la desintegración de fundamentos del desarrollo social, el que permite avanzar en pos de una civilización más libre, crítica y sensible.

jueves, 27 de junio de 2013

Machina Corde: El latido de la esperanza.


Esta semana la entrada del blog la voy a dedicar a una aventura artística en la que me he embarcado junto a una talentosa y gran persona: Machina Corde.

Reconozco que siempre he sentido el impulso de hacer cosas relacionadas con los ámbitos que más me gustan: la música, el cine, la literatura...eso me ha llevado a infructuosos intentos de aprender a tocar la guitarra dignamente, o idear guiones o cortos que al final nunca he realizado. Vamos, una muestra más de que quien mueve todo en la cabeza no mueve nada con las manos.

Algunas veces esas necesidades, por llamarlas de algún modo, han sido frenadas a partes iguales por la cobardía, la pereza, el desánimo y el miedo a ser un mediocre más que contribuyera a la plaga de mediocridad que de por sí ya nos acucia sin piedad ni pudor humanos; Otras, han aparecido pequeños destellos que no seré yo quien catalogue de dignos, extraordinarios o lamentables, y que me han permitido, perdonen la osadía, "realizarme" en este mundo yermo y gris.

También, utilizando un concepto freudiano, he sublimado esas carencias o insatisfacciones a través del ejercicio de dialogar y opinar acerca de esas disciplinas, bien a a través de medios escritos como Muzikalia, o bien a través de  la radio con La Parada de los Monstruos como ejemplos más destacados y duraderos en el tiempo.

Es evidente, no obstante, que la tarea de crear es la que mayor satisfacción puede reconfortar a su artífice, y esa es en la que se adscribe esta nueva propuesta de Machina Corde. Anteriormente me he embarcado en aventuras colectivas con amigos o personas que compartían una misma pasión, pero esta es la primera vez que lo hago en un proyecto artístico junto a otra persona. Y esa persona no es otra que Andrés Menchén, diseñador gráfico y músico con un gusto estético y sensibilidad excepcionales.

Nos hemos conocido casualmente compartiendo trabajo como director de arte -él- y como copywriter -yo- en una pequeña agencia de publicidad. Lo nuestro ha sido un flechazo inmediato: yo quedé maravillado por sus composiciones musicales instrumentales y por su fino estilo en el diseño y a él le ocurrió algo parecido con los textos que había escrito en forma de relatos breves o en los miles de "tuits" que compulsivamente escupo en twitter bajo un nick que mantiene a buen recaudo mi identidad.

Uno de mis mejores recuerdos de aquella estancia me retrotrae a una mañana en la que nos quedamos trabajando solos él y yo en la agencia. Apenas hacía dos o tres días que nos habíamos conocido y empezamos a hablar plácidamente mientras en el hilo musical que nos proporcionaba spotify se elegían para escuchar discos de Apparat o Hammock. La inspiración creativa y una sensación de paz inundaban el ambiente, era una especie de trance ingrávido que aún puedo sentir si cierro mis ojos.

Y luego, ya vino lo fundamental, la conexión emocional. Charlando nos dimos cuenta que el concepto de la vida y la muerte lo decodificábamos dentro de nosotros de una manera muy parecida. Ambos habíamos sufrido la muerte traumática de nuestros padres y de hechos paralelos que nos habían permitido escapar y hundirnos a la vez en una espiral donde las sensaciones antitéticas encontradas infligen una herida de por vida en los corazones y que, tiempo después y ya cauterizada, permiten la reformulación de la propia existencia. Y eso es, a groso modo, el alma de Machina Corde.

"Klaus", primer tema publicado por Machina Corde para su Chapitre I

Quedaba repartir los papeles de la obra. Andrés compone música y diseña y yo escribo. Ambos pensamos, conceptualizamos y latimos con distintos cuerpos, pero un mismo corazón (Corde en latín) que nos sirve como motor (machina) para discurrir por este mundo. El fabuloso logotipo ideado por Andrés representa perfectamente la idea, esas letras "c" como péndulos a ambos lados, un paréntesis que engloba el tiempo y esa "M" que representa a su vez la gráfica maquinal de un latido cardiaco.

Había que ensamblar el todo, por ello ambas partes están integradas y se complementan: es música y es literatura, es escucha y es lectura. Dentro de muy poco ya aparecerá completo el que hemos dado en llamar Chapitre I (Capítulo I) que consistirá en una serie de fragmentos que componen un relato y una mini-ópera que es la plasmación sonora de ese universo literario. La idea es ir creando más capítulos hasta configurar un audio-libro en el sentido más universal y amplio del término.

Afiche de "Klaus", uno de los fragmentos del Chapitre I a publicarse en julio de este año. 
"Acostumbrarse es aprender a morir".

La parte gráfica y audiovisual, junto al desarrollo de conceptos asociados a ellos, es otro plano en el que intentamos trabajar y crear expectación. Se trata de completar la obra a través de pistas y disciplinas artísticas que aporten otro elemento de vertebración a Machina Corde.

Y hasta aquí nuestra presentación. Espero que con ella os haya quedado más claro el latido que subyace bajo nuestras manifestaciones emocionales. Sólo pediros que si lo consideráis oportuno difundáis nuestro legado allí donde esta máquina humana pueda remover, aunque sea mínimamente, las entrañas de quienes la observen.
Segundo teaser de vídeo aparecido sobre  el Chapitre I de Machina Corde



Podéis seguirnos y acceder a todo el material publicado a través de:
http://machinacorde.tumblr.com
http://machinacorde.bandcamp.com
https://soundcloud.com/machinacorde
https://twitter.com/MachinaCorde
https://www.facebook.com/MachinaCorde

jueves, 13 de junio de 2013

Thomas Vinterberg: Vertebrando el destrozo de la vida.


Existen casos como David Lynch o Hayao Miyazaki en los que con el cine acostumbro a indagar en la totalidad de la obra de un determinado director. Considero que es tan basto el mar de opciones artísticas a degustar y tan amplia la filmografía de muchos autores -con lo que, inevitablemente, hay referencias flojas cuando no indignas- que me resulta no obstante una tarea sobrehumana y algo mecánica. A no ser que una fijación desbordante se apodere de mí, revisar cada carrera hasta sus últimas consecuencias es algo que hay que hacer, pienso, en ocasiones que lo merezcan para uno mismo, si bien muchos considerarán lo contrario argumentando que para hacerse una imagen realmente fiel de un artista hay que excavar hasta el fondo de su experiencia.

Sea como fuere, el caso es que prefiero guiarme por mi instinto y chocar de bruces con las obras referenciales de un autor para ir más adelante deshojando su cuerpo creativo en una dirección y profundidad concretas. Esta introducción viene dada por el hecho de que el protagonista de mi artículo semanal es un director de cine del que he disfrutado tres películas las cuales merecen en mi opinión el calificativo de prodigiosas. Me refiero a Thomas Vinterberg.

Me parece algo sobado determinar la obra de un autor por su procedencia geográfica, pero en el caso de ser países que no asociamos de primeras a una determinada parcela artística, nos resulta harto difícil obviar este dato. En el caso de Vinterberg hablamos de Dinamarca. Sin duda el director danés más reconocido con el permiso del excesivo y, para mí, imprescindible Lars Von Trier. No es momento de centrarse en la obra de este último -irregular en ocasiones, pero siempre interesante cuando no del todo necesaria- pero sí es preciso señalar algunas coincidencias entre ambos.

Más allá de ser dos de los co-fundadores del polémico manifiesto Dogma, maniobra que no deja de ser una gamberrada con marchamo artístico a la que todas las personas con inquietudes en algún momento de nuestra vida damos rienda de una forma u otra, tienen en común un tratamiento singular en lo que se refiere a la manera de interiorizar y canalizar los efectos de las experiencias vividas a lo largo de la existencia. Bien es cierto que cada uno es distinto: Vinterberg exteriorizándolas a través de su denuncia y Von Trier interiorizándolas a través del dolorismo.

Aún recuerdo cuando un gran amigo me dejó hace muchos años la cinta de vídeo de Festen (Celebración). No pensaba entonces, por mucho que me la recomendara fehacientemente, que se convertiría en una de mis películas preferidas sin discusión. Pocas veces he visto un golpe más certero y profundo a una institución en exceso reivindicada e incluso beatificada como única unidad de convivencia  respetable moralmente por los más integristas. Me refiero a la familia.


Vinterberg pone patas arriba los convencionalismos y las buenas formas asociables a una celebración de cumpleaños de un patriarca de una familia bien burguesa. Bajo la apariencia de un ciudadano modelo se esconde la basura más inmunda: una serie de actos deplorables hacia sus hijos enturbian su pasado y revientan sin ningún tipo de tapujo sobre la mesa desencadenando una auténtica catarsis donde la clase media y la familia reciben un rejón de muerte inapelable. Tanto, que hasta sentimos vergüenza ajena ante el desfile de situaciones y confesiones esperpénticas y traumáticas.

Un película valiente, desmitificadora, cáustica y terriblemente necesaria para aquellos que consideramos que la familia no la eliges, sino que te toca en suerte y que el cariño, la admiración o la lealtad que supuestamente debemos hacia ella no son más que meros formalismos que han de sucumbir ante la realidad de las cosas.

Reconozco que ninguna de sus otras dos grandes obras están a la altura, como casi ninguna película que haya visto desde entonces por otro lado. Fueron muchos los años en que no reparé en otra película suya hasta encontrarme hace tres con la genialidad de Submarino. De nuevo el trauma familiar es el punto de partida en un film protagonizado por dos hermanos separados que llevan ambos la vida al límite en una espiral de excesos y carencias. Un drama en torno al afecto, la soledad y los asideros imposibles para aferrarse a un mundo que no regala nada.

Para algunos, quizá esta cinta adolezca de cierto tremendismo, pero para mi en absoluto. Su descarnada visión entronca con la de otras cintas de las que ya hablé puntualmente como Contra la pared de Fatih Akin o Incendios de Denis Villeneuve, ardientes y desbocadas, destinadas a aquellos que sentimos de una forma kamikaze.


No tengo un recuerdo tan vívido como de Celebración, pero sí rememoro aún con un escalofrío el crepúsculo del film con el encuentro entre hermanos cuando la derrota les lleva por un cauce común casualmente.

Y llegamos finalmente al motivo por el que me he decidido a escribir este artículo. Esta misma semana visualicé su última película The Hunt (La Caza) y no pude menos que quedarme boquiabierto una vez más. De nuevo un problema subterráneo el protagonista, los complejos y los abusos ya hacían acto de presencia en Celebración y ahora lo hacen con una cara totalmente distinta, a través de un tratamiento muy poco visto en el cine para afrontar los abusos infantiles partiendo de la premisa de que "los niños nunca mienten".


El ritmo de aquello que reside oculto o distorsionado es el motor de una obra que otra vez hace hincapié como su anterior filmografía en las consecuencias devastadoras que esto genera. Una reflexión acerca de la confianza, la duda y, sobre todo, el esfuerzo de intentar construirse por dentro desde la destrucción de los cimientos que viene infligida desde fuera. Como apunte mencionaré que su plano último construye uno de los finales más conseguidos y demoledores en su monstruosa metáfora que han visto mis ojos.

Y hasta aquí mi tributo a un director soberbio, de los que demuestran que el arte nos ayuda a construirnos como personas. Ahí es nada.