Mostrando entradas con la etiqueta ensayo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta ensayo. Mostrar todas las entradas

domingo, 12 de marzo de 2017

Ensayo sobre el miedo.


"No quiero dormir por miedo a no soñar".
(Raúl del Olmo).
"La libertad es no sentir miedo nunca". 
(Nina Simone).


Hoy vamos a hablar de una de las sensaciones más humanas que puedan existir: el miedo.
Pocas cosas nos asaltan de una manera más inevitable que el miedo. El miedo es una sensación universal e instintiva que abarca todo el espectro de fenómenos, tantos los conocidos como los desconocidos. Es peligroso ensimismarnos en su recreación ya que supone algo parecido a una droga capaz de inmovilizarnos con su estático deleite personal. Parece un refugio atractivo muchas veces, y es dañino: resultara como si se estuviera confortablemente allí. Es probable que el miedo sea saber, en el fondo, que las cosas podrían ser de otra forma y quedarnos quietos en vez de hacer algo. El primer escollo que tenemos que salvar es el propio enfrentamiento que surge al confrontar idea y realidad. Cuando la imaginación se convierte en el refugio del miedo, es tiempo de tirarse de cabeza a la realidad.

Generalizando, la mayor victoria a la que podemos someter al miedo es a la de vivir en su máxima expresión sin él. Es posible que no sepamos nada de la vida, pero prometernos a nosotros mismos cuidarla y no asustarnos se me antoja el principio natural para disfrutarla. La vida es demasiado corta como para tenerle miedo. El miedo no se tiene a preguntar, el miedo se tiene a la respuesta. Cualquier miedo exterior se produce muchas veces por el pánico no asumido que da la propia vida que se lleva.

Es sorprendente que muchas personas le tengan tanto miedo a la muerte cuando a lo que deberían tenérselo es a vivir sin que les ocurra nada de nada: es preferible, pienso, el entrañable miedo a que todo salga bien antes que la acartonada paz de que nunca pase nada. Para algunos, la vida se reduce a esperar que les pasen las cosas que no son capaces de buscar ellos mismos por miedo o por pereza. Pocas cosas distinguen más a las personas que la división entre las que le tienen miedo a la vida y las que le tienen miedo a la muerte. Aunque lo más peligroso es despertarnos un día y que nuestro miedo se haya convertido en indiferencia, ese día sí que podemos darnos por muertos.

Se supone que vivir debiera de ser algo así como no tener miedo a equivocarse por el temor que provoca acertar, más aún que equivocarnos en no pocas ocasiones; aunque peor que ambos miedos siempre será el miedo a no hacerlo. Nuestra misión es encontrarnos para buscar de nuevo sin miedo a perdernos: si juegas con miedo, perderás ganando. Mostrar debilidad sin miedo es la mayor fortaleza. Resultamos indescriptiblemente bellos sin el miedo a intentar volver a ser felices o a encontrar sentido a las inmensas cuestiones existenciales; es paradójico como una de las mayores amenazas del miedo es la posibilidad de ser feliz. Madurar emocionalmente la idea de que toda fuente de felicidad es perecedera, que vivir consiste en momentos felices intermitentes y no en ser feliz como ideal absoluto, es la clave para desterrar ese absurdo miedo a la felicidad, cambiándolo por esperanza. Vivir es encontrar el difícil equilibrio entre el ansia infatigable de buscar y el miedo erosionante de encontrar.

Llama la atención el miedo que experimentamos ante la incertidumbre, y una de sus mayores manifestaciones es la temporal. Miedo es sentir que cada vez el tiempo pasa más deprisa y, sin embargo, nos ocurren menos cosas. A veces, también, puede atenazarnos el miedo constante de que lo que está a punto de ocurrir no pase nunca. Su manifestación más evidente es en forma de futuro. El futuro, ante su inexistencia manifiesta, produce temor, y es curioso, a su vez, como el miedo al futuro proviene del pasado y viaja hasta él; una paradoja en sí misma cruel e irónica: tememos lo que pueda ocurrir en base a nuestra experiencia a través de lo que ha ocurrido, este hecho supone la venganza definitiva del pasado ausente: condicionar nuestro futuro a través del miedo que sintamos ante él a través de una determinada serie de pensamientos, motivaciones o conductas. Uno de los miedos a los que conviene superar se trata del miedo de habernos dado cuenta demasiado pronto de que es demasiado tarde. De nuevo, la experiencia a través de nuestras vivencias actúa como freno de mano y el miedo nos embriaga al comparar inevitablemente personas, situaciones, cosas y lugares sin que la mayoría de veces exista un hilo conductor propicio para realizar esas asociaciones mentales tan arteras. El mayor fracaso es tenerle miedo a volver a fracasar.

Obviamente, el miedo también se manifiesta en otra dimensión básica como lo es la del espacio. El miedo es en sí mismo distancia; distancia con respecto a todo y a todos. Aleja, aisla e inmoviliza. Mientras el miedo, la cobardía y la pereza sean mayores que la distancia que nos separa, seguiremos todos solos. Distancia entendida en todas sus percepciones, más allá de la distancia netamente espacial.

Más paradojas caprichosas de nuestro protagonista: nos asusta el miedo de la gente; es el miedo de los otros muchas veces el que nos hace temer y, de esta forma, manifestarse no ya sólo como sensación interna, sino como sensación colectiva castradora de todo posible proceso de cambio que conlleve modificaciones sustanciales con respecto a lo establecido por costumbre y tradición. El miedo, la sumisión y el servilismo son actualmente los principales factores de degradación humana. El miedo, por tanto, se vence en común y desde esa perspectiva social, la ignorancia suele ser su mayor caldo de cultivo y su resultado, la cobardía militante. Y esto genera, a su vez, la terrible venganza del cobarde para redimirse de su miedo a través de la intransigencia, un miedo que suele recaer sobre lo desconocido o lo que no se entiende. Llama la atención lo mal repartido que está el miedo en este mundo, y resulta trágico comprobar lo mal que se lleva la bondad con el miedo, pocos matrimonios más despreciables que el que existe entre éste y la maldad. Que la inteligencia y el conocimiento produzcan miedo y la estupidez ayude a socializar en nuestro día a día es una de las cosas que más llegan a asquear en los tiempos modernos. La ecuación es tan sencilla de plantear como difícil de poner en práctica: el mundo cambiará cuando los que se encargan de crear el miedo lo sientan en sus carnes.

Otra forma de miedo terriblemente humana es el miedo a perder. Y no nos estamos refiriendo únicamente a cosas tangibles, va mucho más allá: nos estamos refiriendo a la abstracción de las emociones y los sentimientos. En este ámbito destaca especialmente el miedo a amar. Ese miedo es uno de los que más se basan también en la experiencia y resulta extraordinariamente añorable la inocencia perdida de amar sin miedo a perder. El miedo a perder no debiera devenir en un miedo aún más atroz, devastador y sordo: el miedo a mantener algo por el mero hecho de hacerlo, por propia inercia. Pocas prácticas cotidianas erosionan más la pasión por la vida.

En el ámbito artístico me llena de satisfacción vencerle al miedo por resultar sencillo. Pocas cosas más complicadas que ser sencillo; ya saben ustedes, todo lo contrario a resultar simple y en el ámbito de las artes parece que existiera un terror manifiesto (recuerden el horror vacui) a huir de la floritura y de la pirueta estilística compleja. Afortunadamente, la experiencia y el conocimiento devienen en apreciar la sencillez como una de las armas definitivas de la belleza artística más honesta. Por otro lado, para aquellos infatigables amantes del conocimiento y de la cultura existe otro miedo muy común y menos expresado y discutido de lo que debiera: el miedo constante de que todo lo que nos guste no nos sepa conquistar.

Y el conocimiento del mundo artístico tendría su correspondiente paralelismo en el conocimiento personal. Particularmente, algunos vivimos en la terrible contradicción entre querer siempre conocer personas nuevas y el terrible miedo a que casi todas nos aburran. Es peligroso el miedo constante a que cualquier persona piense que no es suficiente para nosotros y viceversa, ambos nos condenan a una existencia aislada en la isla desierta de nuestro propio ser. Otros temores notables son el miedo a creer que ninguna presencia llene jamás el hueco de una ausencia o el miedo a que nada nos parezca excitante en el mundo actual. En ambos casos, sólo el tesón y la constancia basada en una ilusión alimentada por la esperanza en nuestra propia especie, unidos a la capacidad por seguir sorprendiéndonos sin renunciar a la curiosidad y a sentir sin reservas, pueden compensar tan amenazadores planteamientos.

Quizás pocas veces reparamos frente a una posibilidad no tan remota como pudiera pensarse y es la que supone otro juego perverso y divertido del lenguaje: hacer valiente al miedo. El auténtico miedo pareciese que fuera el de mostrarse lo suficientemente valiente y fuerte como para mostrar debilidad. Atreverse a sentir miedo es una manera de vencerlo. Sólo a través de experimentar la sensación de miedo conseguimos vencerlo, pero más allá de vencerlo, conviene educarlo, hacerlo nuestro sin huir de él y, en definitiva, aportarle el valor suficiente para que deje de tenérselo a sí mismo. Esa victoria sería similar a la de ilusionar al desaliento en el ámbito motivacional. Aunque, pensemos por un instante...¿no será que todo aquello que no nos da miedo no nos interesa lo suficiente como para merecer la pena?

Ahí les dejo con el interrogante, pero, háganme un favor: no teman.

domingo, 29 de mayo de 2016

Ensayo sobre la distancia.

Dedicado a todas las personas que he querido, quiero y querré algún día

"...Y me creí valiente porque fui capaz de desafiar a la distancia con palabras"


Si existe algún poder intangible capaz de convertirnos en vulnerables, es el de la distancia. Distancia entendida a todos los niveles, desde el más físico al más espiritual. Su rotunda presencia nos impone respeto y miedo; la observamos, la sentimos, pero es del todo, válgame la redundancia obvia, inalcanzable. Sin distancia es imposible valorar en su justa medida la importancia de las cosas, es la única perspectiva que permite diferenciar lo fundamental de lo accesorio. La distancia es, además, la memoria involuntaria. 

Es sinónimo de separación, de medir a cuánto estamos de cualquier cosa, pero no debemos olvidar que no existe mayor distancia que no intentar vencerla: la distancia más corta entre dos puntos son las ganas de hacer que estén juntos. No hay distancia más corta que un deseo valiente. Mientras el miedo, la cobardía y la pereza sean mayores que la distancia que nos separa, seguiremos todos solos. La distancia que nos separa, realmente, se mide en tiempo y las circunstancias que nos dividen, en espacio. A veces esa distancia, cuando existe en el plano interpersonal, genera angustias. La distancia más difícil de recorrer es la que separa lo que está en tu cabeza de lo que está en tus manos.

Es este momento en el que actos rituales son capaces de ejercer de mágico sortilegio para vencerla. La distancia más corta entre dos personas consiste en escuchar la misma canción a la vez estando separadas. Y es que, la música es el lenguaje que nos une en la distancia. (Ver aquí ensayo sobre la música). Otra salida es la imaginación, no exenta de peligros (Ver aquí ensayo sobre la imaginación). La imaginación es la distancia más cercana entre la realidad y lo imposible, o quizá cabría mejor decir que es el atajo capaz de acortarla. El peligro de imaginar conlleva una distancia atroz: no hay peor distancia que el desapego caprichoso de la realidad.

En ese plano de anhelo, de la tierra del "ojalá", resulta del todo poética la distancia eterna entre lo que está a punto de pasar y nunca pasa. Se me ocurre también compararlo con un pensamiento mítico, el de que los dioses inventaron la distancia para condenarnos con la facultad del deseo, del recuerdo y del olvido. En este plano mágico algo de lo que muy pocas veces somos conscientes es del punto de encuentro que supone para dos personas compartir un mismo recuerdo en la distancia a la vez.

En nuestro recuerdo siempre quedará la distancia infinita de lo que nunca existió. Si nos dejamos llevar por este plano más metafísico o sentimental, no nos costaría demasiado concluir que la distancia que separa los recuerdos de los deseos se llama vida. Por desgracia, en otras ocasiones la vida sería la distancia que separa el entusiasmo de la realidad. Sucesivamente, si queremos concatenar distancias, la que separa la realidad del deseo se llamaría circunstancias. Hablamos, en definitiva, del drama de estar unidos por la distancia y separados por la realidad. En el plano más carnal, la distancia que separa lenguas de carencias, se llama duda. La propia distancia en sí misma es el miedo que separa la rutina del placer; La distancia es la manifestación más objetiva del afecto.

Una de las facetas más triste de la distancia es cuando esta responde a una opción personal, es decir, surge y nace de nosotros mismos, bien como medida de defensa, de desconfianza o de adaptación. Esta opción aprendida y no instintiva es la consecuencia inevitable de la experiencia, lo que llamaríamos una distancia de seguridad con respecto a personas, circunstancias, deseos, temores, etc. La distancia adecuada con el mundo sería la de no mostrarse desenfocado, siendo del todo envidiable la capacidad de saber cuál es la distancia adecuada con respecto a todas las personas, trabajo harto improbable para muchos. Llevado esto a su máxima exageración, la única distancia de seguridad es no llegar a conocerse nunca. Globalmente, en el sentido ingrávido del término, todos hemos sentido algún momento en nuestras vidas en el que no distinguimos la distancia que nos une o nos separa de los demás. Es triste como vamos adoptando distancia en las relaciones sociales por miedo al daño que podríamos generar a personas que valoramos.

La distancia más inexpugnable ocurre a quemarropa. La distancia más inabarcable es la que atenta contra dos cuerpos unidos. Cualquier relación humana que lo haya vivido lo sabe, cuando no es el espacio, sino todo lo demás aquello que separa, no existe una erosión más desgarradora. De manera análoga, la distancia más corta la tendríamos en el reverso de compartir una misma cicatriz.

Otra distancia que acucia a la persona con relación a sí misma es la que separa lo que eres de lo que desearías ser, cuanto más larga sea, mayor insatisfacción hallamos. En esa lucha interior, no es de extrañar que una de las distancias más atroces que hemos sentido alguna vez es la que nos separa simple y llanamente de nosotros mismos; o, también, la distancia inabarcable que separa lo que eras de lo que te has convertido.

Pero no todos los aspectos de la distancia deben ser considerados como negativos. Al igual que la soledad (ver aquí ensayo sobre la soledad), todos necesitamos alguna vez distancia, incluso de nosotros mismos, e incluso los que no lo saben. En esos casos, la distancia se convierte en la perspectiva más fiable. Además, hay pocas muestras mayores de afecto y comprensión que respetar la distancia que decide tomar una persona en un determinado momento. Así, es fundamental diferenciar por completo el momento en el que una persona necesita espacio o distancia, cosas que no son lo mismo, pero que cuesta a veces diferenciar, incluso para la propia persona que los demanda.

Humano, a la par que injusto, resulta que la distancia sea también el baremo a tener en cuenta a la hora de evaluar las alegrías y las desgracias a cualquier nivel. A título personal, esto resulta inevitable, pero cuando viene condicionado -y amplificado- por factores externos como los medios de comunicación, poderes fácticos, etc. es del todo repugnante. Hoy día, irónicamente, podríamos concluir con que la distancia se mide en "toquecitos" con los dedos sobre una pantalla táctil, el demoledor epílogo que confirma algo devastador: vivimos en un mundo de relaciones a distancia y de vacíos a quemarropa. Al menos, esto ha traído uno de los escasos encantos de estos tiempos, el de compartir una forma de sentir a distancia.

Muy probablemente, con la perspectiva que da el tiempo, la distancia sea el juez más justo a la hora de hacer recapitulación de nuestra vida, allá lejos, en el horizonte que nos queda por surcar.

sábado, 1 de agosto de 2015

Estudio científico acerca del verano. Por Raúl del Olmo.


(Transcripción de la exposición oral realizada ante los más prestigiosos ingenieros climáticos del planeta en la Universidad de Columbia. Nueva York, julio de 2.015).

"Damas y caballeros, me siento profundamente honrado al poder mostrar ante todos ustedes las conclusiones alcanzadas por el esmerado trabajo realizado por mi parte durante los últimos quince años.

Por fin la NASA me ha permitido hacer público el pormenorizado y exhaustivo estudio científico acerca del verano que confeccioné para ellos. Basado y sostenido en rigurosa metodología empírica y razonamientos acordes a la lógica -inductiva y deductiva- más axiomática, sus resultados son, si se me permite la observación, concluyentes e inapelables. A continuación, se los presento a todos ustedes.

Como pueden apreciar en las siguientes tablas matemáticas, el verano es la atrofia meteorológica del Planeta Tierra, un auténtico acto terrorista climático. No sólo el análisis de la ciencia nos lleva a esta evidencia; incluso, remontándonos al pensamiento mítico y a la metafísica clásica, concluiríamos que el verano es un invento de los dioses y de los pensadores universales para justificar todas las conductas aberrantes del ser humano.

Nos encontramos ante una estación del año que supone un despropósito existencial de proporciones ingentes, el auténtico tiempo muerto de la existencia. El verano es lo menos estimulante y enriquecedor para el desarrollo personal. Universalizando estadísticas recogidas en estos dos cuadros que les muestro, es del todo imposible que al ser humano le haya pasado algo bueno en verano desde que existe: ningún ser humano en su sano juicio ha podido ser feliz en esta época del año a partir de los quince años.

Resulta del todo evidente, por tanto, que el verano saca lo peor del ser humano, es la defunción de la dignidad humana. El verano encierra algo malvado, es cruel con los que piensan e, incluso, afea la decadencia. y provoca que la tristeza luzca menos.

Los siguientes diagramas de Venn -que estudian variables interdependientes cruzadas con logaritmos neperianos, aplicando al resultado la formula del binomio de Newton- resuelven que el verano es la época del año preferida de la gente que, a duras penas, pudiera diferenciar su conducta de la de un organismo unicelular. Las personas que se sienten felices "porque es verano" poseen un desarrollo mental y emocional inferior al de un invertebrado.

Actitud humana en estío.

El verano sólo puede gustar a gente muy canalla o muy inferior en su desarrollo sentimental y cultural. También es la estación preferida por las personas malas y por las personas con menor desarrollo intelectual. Su función práctica definitiva, si es que hay alguna, es lograr que las personas inferiores encuentren su lugar en el mundo: el verano existe para que todos los hijos de puta, ignorantes, simples, catetos, vacíos y pseudo-humanos tengan un lugar en el mundo.

Los gráficos adjuntos al memorandum más extenso y ambicioso jamás realizado a través de estadística probabilística dejan a las claras que disfrutar con el verano es de seres inferiores; El verano es intelectualmente inferior, de paletos y el más fastuoso y ambicioso estercolero para los cutres.

El verano existe para que las personas que no piensan estén, como ya expresaba con tino Leonardo Da Vinci -y cito textualmente- "un poquito en su salsa". Es más, animaliza al ser humano y le disuelve el poco cerebro que le queda. El método científico empleado en este estudio envuelve la observación de su fenómeno, la postulación de hipótesis y la correspondiente comprobación mediante experimentación para exponerles, sin margen de error posible, que el verano disimula bien el retraso mental, si bien todo ser humano parece más subnormal en estío; los tontos, más visibles y los simples, más contentos.

Motivación humana en estío.

Eso sí, destacar que actualmente la polémica ha llegado al mundo de la investigación como saben. El futuro Premio Nobel de la Ciencia, elegido entre muchos candidatos por decir que se aburre y colgar fotos poniendo caras en las redes sociales, declaró "Soy feliz en verano porque llueve menos, no hace frío y salgo más de casita". Este hecho no debe más que hacernos preguntar profundamente hacia dónde va el sucesor del Homo-Sapiens.

Para no caer en el prejuicio cognitivo, analizar la relación con el verano por parte de personajes históricos, una tarea crucial a la que he dedicado horas durante estos años, concluye, entre otros más de mil casos destacables que, por ejemplo, a Hitler también le gustaba el verano y que a Goebbels le gustaba disfrutar en chanclas del "veranito", como él mismo lo denominaba.

El modelo epistémico empleado en este vasto y ambicioso trabajo determina, tal y como aprecian en los siguientes gráficos sectoriales, como el verano es un lodazal de dimensiones bíblicas se mire como se mire: vivir en verano es indecente, sólo gusta si estás muerto y, si acaso hay algo bueno para las gentes de bien desarrolladas antropológicamente, es no ver a nadie o comprobar como sentir animadversión hacia él es motivo suficiente para sentir afinidad indisoluble con una persona.

Aristóteles ya argumentó como todo ser humano merece un navajazo en verano o remitiéndos a los versos de Homero, nos encontramos poesía épica que clama así: "Tirado en mitad del ágora, abandonado a la brisa de los estertores del estío, deseo que un maleante venga y me clave una daga en el hígado".

El enfoque pragmático de mi investigación permite deducir, sin atisbo de duda alguno, como el verano es indecencia y canallería. Todo lo que lo rodea es absurdo, de mal gusto u hortera. El posicionamiento mental asociable universalmente al verano responde a lo más zafio, cutre, rancio y funesto de la inteligencia humana.

Conducta humana en estío.

Habrán leído en el dossier que tienen en sus manos la justificación que me llevó a realizar este proyecto tan importante y trascendente para el futuro de la especie; cómo comenzó todo, esa primera época de juventud donde desarrollé un desprecio hacia el verano que sobrepasa los límites de la razón humana. Haciendo memoria, probablemente no haya sido feliz nunca en verano.

El verano me enervaba gravemente desde niño y escribía sonetos en papel del váter de "El Elefante" para remediarlo. Sufría al descubrir como el ruido de la calle se volvía insultantemente vulgar en dicha estación. Sentía, también, una angustia temeraria cuando las voces asilvestradas de mis vecinos paletos regresaban del pueblo a la ciudad, ese reclamo animal anunciando que el verano ha muerto.

Llegando por tanto a la conclusión de que no existía forma humana de entender lo más mínimo en qué consistían estos tres meses del año, realicé un proceloso y costoso trabajo de campo en la localidad andaluza de Bollullos de la Mitación. Allí, descubrí como el verano es tiempo de descerrajar escopetas y llevar pantalones de tergal atados con una cuerda.

Entre otras acciones asociables al método científico óntico, pasé veranos enteros en una cueva sin ver a nadie rodeado de sandías, melones y picotas, sumergido con un traje de buzo en una tinaja de vino o con un poncho, un sombrero charro y una botella de tequila sentado junto a una carretera secundaria viendo pasar el verano.

Llegué, incluso, a celebrar el fin del verano surfeando en seco sobre las lápidas de cementerios o a comer turrón de Jijona como signo de rebeldía, tal y como hizo Descartes en su día.

Para ir terminando, indicarles que el mayor logro y orgullo del que puedo hacerles cómplices gracias a este hallazgo teórico-practico del que les hago sabedores, es de la formulación de una nueva ley científica verificada, la cual les muestro expuesta a continuación:

"Experimentar un sentimiento de ira incomprensible en verano es propio de seres humanos superiores, al igual que odiar el verano es un rasgo de objetiva e indiscutible superioridad intelectual y emocional".

Y poco más que añadir, espero que mis palabras les hayan servido de mucho en las investigaciones en torno a cuestiones relacionadas con el clima veraniego en todas sus vertientes. Gracias por la atención prestada. No olviden que al salir del salón de actos podrán recoger como obsequio conmemorativo de este congreso una pelota de playa Nivea, un cubo y una pala".

lunes, 13 de abril de 2015

Ensayo sobre la imaginación.


"La imaginación es el sueño del insomne".
Raúl del Olmo

La imaginación es, probablemente, la más inesperada e inconsciente manifestación mental a la que nos vemos abocados involuntariamente desde nuestra más tierna edad. Es momento de someterla a juicio, de diseccionar sus vicios y virtudes ante los que parecemos condenados -o bendecidos, quién sabe- a caer una vez tras otra. Su encanto altivo es tal que, según ella, su único defecto manifiesto es haber creado la realidad.

Parece obvio que la imaginación es la falsificación más lograda de la vida, una dimensión paralela a través de la cual dejamos fluir nuestros deseos, miedos, carencias, fobias y demás componentes emocionales con total libertad; o, al menos, con la libertad que nuestros condicionantes culturales, sociales e intelectuales nos dejan. Pero no hay que olvidar algo: la imaginación, sin la existencia de la realidad, no hubiera podido ser jamás concebida por el ser humano. Su truco supone llevarnos donde ésta no alza el vuelo; una ficción tolerable y evidente. El límite de la imaginación está en creerla.

Son dos caras de una misma moneda que se nutren y se vacían la una a la otra, que danzan entrelazadas en un ritual basculante entre el amor y el odio, fagocitante a la par que apasionante; tanto es así que en no pocas ocasiones alimentamos a nuestra imaginación de tal forma que nuestra realidad está famélica, creando al imaginar una realidad a medida. Tanto es así, que en nuestro transitar vital cabe preguntarse qué fue antes, si nuestra realidad o nuestra imaginación. A veces, la imaginación llega a convertirse en realidad y en estos casos su canto del cisne radica en intentar conservar, a pesar de ello, su inherente encanto y misterio, tarea harto complicada. También convendría subrayar que la realidad es la adaptación de la mente al mundo: una invención perceptible particular no menos falsa que la imaginación.

Su naturaleza es infinita y morirá cuando lo haga el ser humano, se trata del estado eterno de las cosas. La imaginación nos lleva toda una vida de ventaja desde el instante en que nacemos. Resulta también curioso como la imaginación no envejece, sólo muere en aquellos que no la mantienen viva. La capacidad de imaginar es el último signo que nos queda de inocencia.

El deseo es una de sus manifestaciones más elevadas y concurridas. El fulgor del deseo, la cúspide de las ganas de vivir antes del lograr su objeto, alcanza en brazos de la imaginación más temeraria su vehículo de expresión más cautivador a la par que peligroso: su inexistencia real lo puede llevar a límites obsesivos dañinos que produzcan una desintegración de la propia vida que tenemos. En ese caso, llegamos a una solución irónica del pensamiento: el olvido del deseo, ni más ni menos que el brutal asesinato de la imaginación.

En el mundo real, también tiene un papel fundamental como agente activo, la fascinación con el objeto que existe, persona o cosa, depende directamente de la imaginación de quien la experimenta, es el traje de etiqueta de la ilusión. Todos, sin saberlo realmente, podemos convertirnos en el producto de la imaginación de alguien a través de nuestras acciones u omisiones, ser partícipes de vidas imaginadas a través de pensamientos ajenos.

La imaginación extiende sus tentáculos hacia el resto de sujetos, jamás se queda dentro de uno mismo, es una suerte de monstruo inabarcable que interconecta personas a través del tiempo y del espacio desde nuestros orígenes. Su aroma invisible es irresistible y resulta imposible no rendirse a él. La cultivamos activamente a través de nuestra experiencia, estudio y, fundamentalmente, degustación de toda obra artística de cualquier índole.

El arte, qué duda cabe, es el gran beneficiado de esta cualidad humana, tanto para el creador como para el receptor de la obra, vertebrando un diálogo invencible que trasciende cualquier barrera que pueda derribar el conocimiento y la sensibilidad. El artista hace que la imaginación nazca en su mente y muera en sus manos convertida en obra; y, a su vez, volver a nacer a través de la percepción de su público, así es su maravilloso ciclo de vida artístico. Eso sí, cabría señalar que ningún crimen del mundo de las ideas supera al de poner la imaginación al servicio de la mediocridad.

La imaginación es la prueba definitiva de que lo que importa siempre es el viaje. Da igual el origen, da igual el destino; es el "durante", la viva expresión del trayecto -en este caso dándose la curiosa circunstancia de ser surcado sin salir de nosotros mismos-, una salida de emergencia hacia ninguna parte o, si lo llevamos al extremo, una puerta sin salida.

Imaginar es también dejar de existir. Cuando tu realidad es mentira, la imaginación es cometer un delito. Convendría recordar que no conviene confundir la imaginación con la distorsión de la realidad, aunque en esencia pudieran ser consideradas lo mismo en tanto en cuanto se trata de alteraciones voluntarias de los hechos; pero hacer que la imaginación sea partícipe de una deformación consciente de nuestra rutina genera unas expectativas vitales fatales que jamás serán alcanzadas. En ese caso, llegaríamos al auto-engaño, a la mentira consentida que no es otra cosa que imaginación vulgarizada. Ante casos de imaginación insaciable, el único remedio es no esperar nunca nada. Llegados a este punto, diríamos que no somos más que el resultado de un ajuste de cuentas entre nuestra imaginación, nuestro pasado y nuestro día a día.

Su reverso tenebroso no deja de ser demoledor: la imaginación es, en ocasiones, un privilegio de la comodidad, por mucho que nos duela reconocerlo o tan siquiera apreciarlo, es muchas veces una manifestación atroz de egoísmo y cobardía: la dictadura unidireccional de nuestro pensamiento desatado a través de un ecosistema flexible en el que nada se gana ni nada se pierde, una comodidad expansiva ciertamente estática por mucho que la queramos engalanar con la bonita literatura del "escapismo trascendental". La imaginación entonces es un instrumento infalible de sobrevaloración que se nutre vorazmente de nuestras carencias.

Ahí radica precisamente el debate moral en torno a la imaginación, sin quitar mérito alguno a su importancia creativa, a su raíz artística y vivificante, bien es cierto que si su fin último no es el de mejorar la realidad -un compromiso que empieza por uno mismo-, es cuestionable su uso. Sólo hace un uso éticamente aceptable de la imaginación quien está en contacto con la realidad en que vivimos. La pura y dura evasión no es más que un camino inexorable hacia la decadencia humana, más aún en estos tiempos de avatares, virtualidad y demás conjunto de espejismos 2.0 que han contribuido a dispersar la esencia pura de la imaginación constructiva hacia la más absoluta nadería global.

Y hasta aquí llegó mi osadía escrita, a sabiendas de que, inevitablemente, la palabra es el suicidio de la imaginación.


domingo, 3 de agosto de 2014

Ensayo sobre la tristeza.


"La tristeza siempre merece un beso".

Es curioso que por fin me anime a escribir hoy sobre la tristeza. Curiosamente un día en el que me siento alegre. Alegre al azar, sin motivo, como sintiendo un pequeño fulgor interno de algo llamado vida. Así, sin más y siendo tanto.

Hay dos posturas enfrentadas a la hora de hablar de la tristeza: por un lado, la tristeza es algo de lo que huyen las personas por naturaleza, instintivamente, pero cuando esa huida es premeditada parece ser condición ineludible de las personas más simples. De igual modo, por otro, es como si las personas con una inclinación más artística, creativa o con un alto interés por la cultura llegaran a encumbrarla hasta cotas de intelectualismo estético, convirtiéndola en un ente sobrevalorado.

Evitar la tristeza es humano, evidentemente, pero huir de ella es un acto de miedo que dice muy poco de las personas que lo llevan a cabo. Las personas que la afrontan y no escapan de ella son las que tienen más vida por delante, más hambre por vivir cosas. Los remedios naturales para luchar contra ella muchas veces están dentro de nosotros mismos. El primero, por no decir el único, es no tomarse a uno mismo demasiado en serio. Tristeza en modo alguno es sinónimo de pesimismo, al contrario, soy de los que apuesta a que la tristeza sonriente le ganará la partida a la pena y a la amargura. Eso sí, es necesario evitar que la tristeza se convierta en una postura cómoda de desintegración paulatina soportable.

Es un sentimiento difícilmente controlable, pero sí bastante tendente a ser ocultado o mostrado en la intimidad más reducida de uno mismo. No obstante, considero que las personas que no ocultan la tristeza son más bonitas en su conjunto. Esa posibilidad de camuflarla me hace pensar que su némesis, la alegría, posee un poder más invencible al escapar con más facilidad de cualquier mecanismo de control. En cualquier caso, la relación entre ambas facetas es ineludible; tanto es así que, en muchas ocasiones, la tristeza es la resaca de haber conocido la felicidad, al igual que la tristeza es patrimonio exclusivo de quien conoce la alegría. Felicidad, ése sí que es un concepto abstracto, colosal o ridículo dependiendo de en qué boca se escuche. Desde luego, hay tristezas con el suficiente aplomo, entereza y coherencia capaces de reírse de muchas felicidades ajenas convencionales, insustanciales e inconscientes. También considero, por ejemplo, que el cansancio o el aburrimiento son manifestaciones mucho más nocivas que la tristeza. De cualquier forma, tanto la expresión de la alegría como de la tristeza dicen mucho más de una persona que lo que pueda hablar sobre ellas. Realmente, resultan fascinantes los cauces subterráneos de tristeza y de alegría que nos guían intuitivamente hasta el corazón de una persona.

Uno aprende a llevarse bien con su tristeza y aprende, además, a descubrirla en los demás. Hacerse mayor es reconocer la tristeza que oculta un rostro. La tristeza aprende a instalarse en nuestras vidas y es hasta un elemento de interacción social: hay relaciones basadas en compartir la tristeza sin saberlo, en una complicidad fiel con ella. Esa consciencia de uno mismo, de los demás y de nuestro lugar en el mundo, que no es otra cosa que adquirir conocimiento, sí genera tristeza, una nostalgia permanente que nos hace dudar y cuestionarnos cada día.

A veces, se transforma en la personificación de algo vicario siendo la manifestación de echar de menos a aquel o a aquello que nos la provoca. Siempre tiene la costumbre de entrar de puntillas y sin llamar, al igual que, por el contrario, la alegría se marcha sin despedirse. Las cosas que menos me gustan que se hagan con la tristeza son la de avergonzarse de ella y la de utilizarla como excusa para odiar a todo el mundo.

La lucidez acompasada de la tristeza es el filtro que purifica la vida que llevamos, tratada e interiorizada por nosotros, es transformada en otros estados afines. La nostalgia y la melancolía son sus manifestaciones vehementes, algo así como la marea baja del océano inmenso y heterogéneo que es. Convertir la tristeza en amargura y no en belleza es de personas poco deseables. De hecho, la frontera que separa la tristeza de la belleza es un territorio en el que más de una vez he deseado transitar en un sueño eterno.

Hay tristezas minúsculas, pequeños detalles y destellos de nuestro trascurrir. En mi caso, un buen ejemplo es la tristeza extrañamente reconfortante que me surge cada vez que termino un libro y me despido en silencio de aquello que se lleva de mí -sí, el también nos ha leído-. Otra de su manifestaciones cotidianas es descubrir que hay una especial tristeza al pensar que toda vivencia algún día será un recuerdo. Encontrar tiene esa tristeza inexplicable y súbita del que deja de buscar. Otra práctica que me sume en ella particularmente es ver fotos del pasado. Siempre me ha parecido un ejercicio de tristeza mal disimulada.

Otras veces, por el contrario, son manifestaciones muy dolorosas. De todas, la que más daño me hizo conocer fue la que produce recordar la voz de una persona querida que ha fallecido. Son estas manifestaciones agudas y en modo alguno vivificantes las que realmente dejan más petrificado a quien las recibe que los ojos de Medusa. La tristeza inmoviliza, pero aporta un reposo a la mirada que permite desnudar el esqueleto de las cosas con impresionante precisión. La tristeza más demoledora es la de perder las ganas de vivir, la ilusión y el reflejo de lo que vendrá, mirar hacia delante en el calendario y no encontrar ni una sola fecha que ansíes ver llegar.

Pero de todo, por lo que brindo hoy, mañana y siempre es por convertir la tristeza propia en la sonrisa ajena, todo un aroma de esperanza para seguir día a día aprendiendo a convivir con ella.