viernes, 27 de febrero de 2015

Como un suicidio. Por Raúl del Olmo.


Llevaba casi una hora mirando inmóvil por el cristal. Sus ojos se mantenían fijos en ninguna parte, en un punto de fuga indefinido por el que resbalaba, de vez en cuando, alguna gota de un improvisado aguacero mientras aferraba firmemente al frío guardián de su destino.

También llovía bajo sus párpados, intentando escampar a duras penas sobre las grietas de su piel. Sentado, su cabeza daba vueltas sobre la idea de que todo había terminado. Ignoraba si era una decisión cobarde o la más valiente que tomar llegado a ese punto. Fuese como fuese, debía ser algo rápido y fulminante, no cabían las medias tintas o arrepentimiento alguno, el paso sería determinante.

No daría explicaciones a ningún conocido, no dejaría rastro, no mediría las consecuencias que ello tendría sobre los demás. Tampoco había dado pistas a nadie, si bien todos conocían su angustia existencial, su trágica fortuna de contar con una vida empeñada en sonreírle mientras él le daba la espalda.

Se preguntó cómo sería recordado, qué pensarían los demás de su atrevimiento a abandonar un mundo con tantas oportunidades desperdiciadas como decepciones compartidas. Pero éste sería su último día. Sin avisar, sin rendir cuenta alguna lo llevaría a cabo. Una salida final, extrema, sin marcha atrás posible.

Sabía que ésa era la mejor forma para hacerlo. Se levantó de la silla lentamente, respiró profundo y con paso lento se dirigió hacia su habitación con el objeto entre los dedos; lo observó con gesto entre duro y resignado, recostándose sobre la cama, testigo muda de sus tormentas emocionales desde hacía tanto tiempo.

Deslizó de forma rápida su mano por él: lo primero sería desinstalar Instagram, Facebook, Twitter y Whatsapp, uno tras otro, y cerrar para siempre su Tumblr y su blog.

Abrió la ventana de par en par y arrojó el móvil al vacío: había elegido vivir.

domingo, 3 de agosto de 2014

Ensayo sobre la tristeza.


"La tristeza siempre merece un beso".

Es curioso que por fin me anime a escribir hoy sobre la tristeza. Curiosamente un día en el que me siento alegre. Alegre al azar, sin motivo, como sintiendo un pequeño fulgor interno de algo llamado vida. Así, sin más y siendo tanto.

Hay dos posturas enfrentadas a la hora de hablar de la tristeza: por un lado, la tristeza es algo de lo que huyen las personas por naturaleza, instintivamente, pero cuando esa huida es premeditada parece ser condición ineludible de las personas más simples. De igual modo, por otro, es como si las personas con una inclinación más artística, creativa o con un alto interés por la cultura llegaran a encumbrarla hasta cotas de intelectualismo estético, convirtiéndola en un ente sobrevalorado.

Evitar la tristeza es humano, evidentemente, pero huir de ella es un acto de miedo que dice muy poco de las personas que lo llevan a cabo. Las personas que la afrontan y no escapan de ella son las que tienen más vida por delante, más hambre por vivir cosas. Los remedios naturales para luchar contra ella muchas veces están dentro de nosotros mismos. El primero, por no decir el único, es no tomarse a uno mismo demasiado en serio. Tristeza en modo alguno es sinónimo de pesimismo, al contrario, soy de los que apuesta a que la tristeza sonriente le ganará la partida a la pena y a la amargura. Eso sí, es necesario evitar que la tristeza se convierta en una postura cómoda de desintegración paulatina soportable.

Es un sentimiento difícilmente controlable, pero sí bastante tendente a ser ocultado o mostrado en la intimidad más reducida de uno mismo. No obstante, considero que las personas que no ocultan la tristeza son más bonitas en su conjunto. Esa posibilidad de camuflarla me hace pensar que su némesis, la alegría, posee un poder más invencible al escapar con más facilidad de cualquier mecanismo de control. En cualquier caso, la relación entre ambas facetas es ineludible; tanto es así que, en muchas ocasiones, la tristeza es la resaca de haber conocido la felicidad, al igual que la tristeza es patrimonio exclusivo de quien conoce la alegría. Felicidad, ése sí que es un concepto abstracto, colosal o ridículo dependiendo de en qué boca se escuche. Desde luego, hay tristezas con el suficiente aplomo, entereza y coherencia capaces de reírse de muchas felicidades ajenas convencionales, insustanciales e inconscientes. También considero, por ejemplo, que el cansancio o el aburrimiento son manifestaciones mucho más nocivas que la tristeza. De cualquier forma, tanto la expresión de la alegría como de la tristeza dicen mucho más de una persona que lo que pueda hablar sobre ellas. Realmente, resultan fascinantes los cauces subterráneos de tristeza y de alegría que nos guían intuitivamente hasta el corazón de una persona.

Uno aprende a llevarse bien con su tristeza y aprende, además, a descubrirla en los demás. Hacerse mayor es reconocer la tristeza que oculta un rostro. La tristeza aprende a instalarse en nuestras vidas y es hasta un elemento de interacción social: hay relaciones basadas en compartir la tristeza sin saberlo, en una complicidad fiel con ella. Esa consciencia de uno mismo, de los demás y de nuestro lugar en el mundo, que no es otra cosa que adquirir conocimiento, sí genera tristeza, una nostalgia permanente que nos hace dudar y cuestionarnos cada día.

A veces, se transforma en la personificación de algo vicario siendo la manifestación de echar de menos a aquel o a aquello que nos la provoca. Siempre tiene la costumbre de entrar de puntillas y sin llamar, al igual que, por el contrario, la alegría se marcha sin despedirse. Las cosas que menos me gustan que se hagan con la tristeza son la de avergonzarse de ella y la de utilizarla como excusa para odiar a todo el mundo.

La lucidez acompasada de la tristeza es el filtro que purifica la vida que llevamos, tratada e interiorizada por nosotros, es transformada en otros estados afines. La nostalgia y la melancolía son sus manifestaciones vehementes, algo así como la marea baja del océano inmenso y heterogéneo que es. Convertir la tristeza en amargura y no en belleza es de personas poco deseables. De hecho, la frontera que separa la tristeza de la belleza es un territorio en el que más de una vez he deseado transitar en un sueño eterno.

Hay tristezas minúsculas, pequeños detalles y destellos de nuestro trascurrir. En mi caso, un buen ejemplo es la tristeza extrañamente reconfortante que me surge cada vez que termino un libro y me despido en silencio de aquello que se lleva de mí -sí, el también nos ha leído-. Otra de su manifestaciones cotidianas es descubrir que hay una especial tristeza al pensar que toda vivencia algún día será un recuerdo. Encontrar tiene esa tristeza inexplicable y súbita del que deja de buscar. Otra práctica que me sume en ella particularmente es ver fotos del pasado. Siempre me ha parecido un ejercicio de tristeza mal disimulada.

Otras veces, por el contrario, son manifestaciones muy dolorosas. De todas, la que más daño me hizo conocer fue la que produce recordar la voz de una persona querida que ha fallecido. Son estas manifestaciones agudas y en modo alguno vivificantes las que realmente dejan más petrificado a quien las recibe que los ojos de Medusa. La tristeza inmoviliza, pero aporta un reposo a la mirada que permite desnudar el esqueleto de las cosas con impresionante precisión. La tristeza más demoledora es la de perder las ganas de vivir, la ilusión y el reflejo de lo que vendrá, mirar hacia delante en el calendario y no encontrar ni una sola fecha que ansíes ver llegar.

Pero de todo, por lo que brindo hoy, mañana y siempre es por convertir la tristeza propia en la sonrisa ajena, todo un aroma de esperanza para seguir día a día aprendiendo a convivir con ella.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Ensayo sobre la música.


"Sin música, la vida sería un error." (Friedrich Nietzsche).

Si hay algo en este mundo que nunca abandonaré, o una deuda que no podré pagar, ésa será con la música. La certeza de su compañía es la única que aseguro a mi lado hasta mi propia muerte. Hoy quiero dedicarle unas palabras a un arte que, por muy alejado de los paradigmas psicológicos pudiera sonar, me resulta una necesidad en toda regla para seguir viviendo. Bajo mi punto de vista, la música es el arte más superior porque su capacidad de emoción y evocación la concretan las percepciones del receptor en grado máximo. Sin ella, la existencia sería puro esbozo.

La música es la extensión de la vida que no vives, tiene el asombroso poder de hacerte creer ser quien no eres. La música es a los recuerdos lo que la ilusión a la vida. Hablar de música, para quien la ama sobre todas las cosas, es algo inevitable; es más, no me cabe duda de que las personas que recurren a conversaciones sobre ella, me son del todo adictivas. Sin importar géneros, preferencias o cualquier otra consideración al respecto, amar la música te hace cómplice de aquellos que la sienten y padecen igual; es como si compartiésemos un inmenso mismo corazón, por supuesto, con todas las diferencias y matices propios de la escucha de cada cual. No cabe duda de que la música es el lenguaje universal de las emociones; una arquitectura perfecta sobre la cual elevarlas al infinito. La música perfila sensaciones que ni el propio razonamiento humano alcanza a describir con un mínimo de destreza. Es, en definitiva, lo más bonito que puede pasarnos.

Para sus fieles amantes, la única forma verdadera de escuchar y de sentir la música es hacerlo como un fin en sí mismo, nunca como acompañamiento de otra actividad; además, la música más especial se reserva para escucharla en soledad siempre. En ese colectivo innumerable que la requiere casi constantemente, existe una conectividad tal que nos hace palpables a distancia, tendiendo puentes que unen distancias infranqueables; su vehículo de traslación, eventualmente omnipotente, nos acerca a nuestros semejantes y nos convierte, a su vez, en el propio territorio cambiante de su tránsito. Somos su hábitat y ella el fenómeno atmosférico voluntario que termina por darle una apariencia propia.

Para los que así la entendemos, no basta el tópico de que la música es la banda sonora de nuestras vidas; al revés: nuestra vida es la banda sonora de ella.Vivir sin música es la mayor abominación humana que alguien pueda cometer, es morir con más convicción. Trascurrir día a día, aceptar sinsabores, la incomprensión que nos rodea, es el ruido de nuestra existencia que se vence cuando irrumpe valiente. Pareciera como si no estuviera en nuestra propia mano el sentir algo tan especial por ella, como si, realmente, debiéramos sentirnos privilegiados por el hecho de que sea la música la que nos ame a nosotros, nos embellezca y, en definitiva, nos elija. Nos sentimos usados por ella y nos gusta. Resulta milagroso que, con todos los tumbos, giros e imprevistos que protagonizamos, sea esencialmente su amparo el que nos siga entendiendo. Atiende cuidadosamente mientras fluye en nuestros oídos siendo, en no pocas ocasiones, la respuesta a todas las preguntas. Sin embargo, cabe indicar que, a pesar de alojarnos en su seno, irónicamente, le sobramos todos.

La música es lo más cercano a la magia que ha creado el ser humano. Como diría un mago, nunca llega pronto o tarde, siempre llega en el momento adecuado; su muestra de fidelidad no conoce límite y su poder sanador se me antoja inagotable. En ocasiones, la música hace por nosotros aquello que los demás ni saben, ni pueden. A través de la nostalgia y de la melancolía, encuentra una de sus líneas de fuga predilectas: revivir cualquier tipo de sensación desaparecida a través de la música, es un ejercicio de dulce masoquismo. Seguros a su salvaguarda, es el único refugio inexpugnable; un refugio que, en ocasiones, puede ser compartido: recuerdo cuando no hacía falta más que otro par de ojos a mi lado mirando el techo en silencio mientras su sonido lo inundaba todo.

La música, a través de su evocador sentido, nos engaña y nosotros nos dejamos; por sí misma no cambia nada, es la mentira afable a través de la cual hacer fluir nuestras emociones deseando, anhelando o cauterizando el sufrimiento. La música, ciertamente, no arregla nada; pero, al menos, embellece todo lo que está estropeado, empezando por nosotros mismos. Es incapaz de conseguir imposibles, pero, sin embargo, nada tiene un poder transformador de tu mundo más efímero y absoluto a la vez que escuchar música.

Su distorsión consentida de la que hablamos, también puede ser utilizada como arma arrojadiza perfecta, para maniatar un corazón o para sugestionar una mente; también para torturarlos y someterlos a la filigrana de su juicio. También sabe jugar con las variables espacio-temporales, tiene la capacidad de jugar con el tiempo y el espacio, alejando lo cercano y acercando lo lejano.

Su celebración está plena de rituales: desde el más inmediato de elegirla para un determinado momento, pasando por el de imaginar la vida de las personas a través de la música que aman o por el de escuchar los propios secretos que guardamos, hasta llegar al de conocer nueva música. Indagar en su inabarcable universo, sigue siendo una de las tareas que más ennoblece y emociona nuestras almas desgastadas por el paso del tiempo. En ese sentido, es como si existiera un compromiso vitalicio con ella, una unión indisoluble con la música que te invade.

Cabe hablar de puntos negros. Como todo lo imprescindible para aquellas almas afines a su encanto, debe existir -al igual que en el resto de disciplinas artísticas- "música" susceptible de interesar y cubrir las necesidades de aquellos que, por mucho que se empeñen en afirmarlo a los cuatro vientos, jamás entenderán su trascendencia y naturaleza celestial. Esos que catalogan a la música como entretenimiento, también entran aquí. A ellos van dirigidos artefactos que podríamos catalogar sin más como insultos a la inteligencia humana. Exagerando, si se me permite, su consumo va destinado a seres que no cumplen los requisitos mínimos para ser considerados personas. Otros perdidos en su océano, son aquellos que se limitan a catalogar la música como buena o mala exclusivamente por su género; en este caso, es obvio: no tienen idea de lo que hablan ni les gusta lo suficiente.

No demoremos más su llegada, emprendamos una jornada más del viaje a través de nuestro medio de teletransporte predilecto; un viaje que no conoce fin, que no requiere ni billete, ni destino. Y si en el trayecto olvidaste dónde fueron esos pedazos de ti, la música te los devolverá mientras suene. Tampoco olvides detenerte mínimamente ante su postal más sugerente: la de la marea subiendo en tus propios ojos.

A su abrigo, el mundo se congela para observar con detenimiento la majestuosidad de su desmoronamiento.