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domingo, 16 de julio de 2017

Súper-Desconocido. Por Raúl del Olmo.


Perdone usted, ¿Le conozco? Tiene cara de no saber lo que hace aquí, imagino que más o menos parecida a la que debo de tener yo. Apostaría a que suele venir a este lugar, el caso es que su persona me suena, no sé muy bien de qué o por qué, pero me suena. Vamos, por favor, no me mire con esa cara, no se asuste, hombre. Nos pasa a muchos: nos encontramos en este sitio y nos quedamos con este semblante de no saber qué decir; qué demonios, ojalá fuera no saber qué decir, ni siquiera sabemos qué pensar. Sin temor, eso es, lo único que merece provocarnos miedo es la posibilidad de acertar, que para que nos lo provoque equivocarnos sirve cualquier cosa.

Si no aparta sus ojos de mí voy a creer que está usted tramando algo, elucubrando váyase a saber qué historias. No pregunte, no, mejor no pregunte. Hace mucho tiempo que las preguntas sólo generan dudas ¿verdad? Y las dudas, a estas alturas del camino, ya sabe usted que son lo más parecido a una contradicción que nos ha salido inteligente, la muy condenada. Le contaría tantas historias…tantas y tantas…pero, a decir verdad, tiene usted pinta de saberlas todas; o, si me permite la osadía, de ignorarlas aún más, como yo, como cualquiera que pasa un rato delante de usted.

Qué tiempos aquellos en los que uno pasaba por aquí y no veía a nadie. Bueno, sería mejor precisar que no notaba a nadie porque verse, ya me dirá a mí si hay alguna forma de no hacerlo. De acuerdo, claro, la de estar ciego, pero los ciegos lo ven todo por eso de no tener castrada la imaginación con la observación de la realidad. Ya me estoy poniendo pesado, como tantas otras veces dirá usted, y no le faltará razón.

A veces me hago una pregunta absurda, más bien la pienso, que decirla a solas en voz alta sólo lo hacen los locos cuerdos y las madres cuando no entienden la conducta de sus hijos. Mi pregunta es ¿vendrá usted alguna vez aquí sin estar yo? Lo mismo le parece una solemne estupidez preguntármelo, lo asumo, soy un bobo solemne, pero si yo soy un bobo solemne usted es un súper-desconocido. Así, con el absurdo calificativo de súper, como los héroes de los tebeos, como los héroes que ya no existen en el mundo moderno cuya identidad secreta es su corazón.

¡Pero hable…pero diga algo, buen hombre! No se quede con ese rostro de pasmado. Ay, dios mío, el día que tenga yo parecido semblante lo mismo no vuelvo a aparecer por aquí. Ya sé: la vida le ha pasado por encima, pero es suya ¿lo sabe?, al fin y al cabo es suya. Úsela con frívola responsabilidad; no se gasta, pero se acaba. A lo mejor sencillamente consiste en no entender nada, pero estar dispuesto a comprenderlo todo. ¿Y qué hará usted si yo no vuelvo, eh? Vale, sí, le estoy interrogando en demasía, me lo permito, no por conocerle, sino por sernos inevitables, alguna licencia habría de tener la concurrencia cotidiana de nuestros seres y estares.

Otras veces he fantaseado, no se lo ocultaré, con la idea de que usted y yo no volviéramos a vernos por este sitio más, algo que fuera mutuo, meditado, deseado en silencio. Ya ve, qué osadía la mía, pensar por ambos ¿ha visto? Pero entonces, de pronto, es como si me acordara muy fuerte de usted o quizá de mí y, no sé, como que no me lo imagino. Al fin y al cabo nos hemos hechos tan imprescindibles como inexcusables, nos parecemos a esos viejos amores que ya no conocen otro campo de batalla que sí mismos.

Hay ocasiones en las que le mandaría a la mierda. Así, con todas las letras, pero sin decir ni una palabra. Hace tiempo que ya estoy en la edad de hacerlo de esta forma. Es fantástico: el viajero no lo sabe, pero su éxodo inexorable hacia el destino fecal es una prueba irrefutable. Discúlpeme la sinceridad en bruto, pero si no la tengo con usted, ¿con quién hubiera de tenerla?

Qué despropósito, darle yo la tabarra de esta forma, como si no tuviera suficiente conmigo mismo. Los ojos mojados y la sonrisa torcida ¿a qué jugamos ahora, buen amigo? Posee usted esos surcos reveladores que hablan de ilusiones yermas, de haber alimentado los sueños sin dar de comer a la realidad. Lo sé, lo sé…nos pasa a todos, pero siempre miramos hacia otro lado. Aquí eso es imposible, ¿eh? Aquí nos tenemos frente a frente.

Bueno, si me lo permite me voy a ir ya. Usted puede quedarse, pero algo me da en la nariz que se marchará también, nos daremos la espalda y nos volveremos a ver algún otro día, es ineludible, pero a veces deseo que estuviera aquí sin estar yo; o, más bien, me hubiera gustado que usted hubiera llevado otra vida, aunque hubiéramos seguido compartiendo el mismo espejo.

lunes, 1 de mayo de 2017

Him. Una historia de amor. (En 46 tweets).



1. "Si llego a 25 favs de este tuit, os cuento en tuits encadenados mi única cita de Tinder y luego lo borro. Para que veáis a quién seguís".

(N. del R. tras escribir este tweet, en cinco minutos ya habían llegado esos 25 favs).

2. "Sois unos hijosdeputa. En fin...empiezo".

3. "Tinder para mí es una mierda y me deprime, lo he instalado un par de veces y borrado al poco tiempo. Me dedico a dar like a un 0,1% de tías".

4. "Y, claro, todas pijísimas que están buenísimas. No leo una mierda de su bio ni hostias. Total, que os imagináis lo que les importo yo".

5. "Yo con camisetas de los Pixies y tirao en un edredón de flores. El acabose. Ni una se interesaba".

6. "Una vez, una me hizo match y me entra diciendo "Eh, Pearl jam. ¡Una camiseta de Pearl Jam!" Y yo, frunciendo el ceño. "Otra que me va a timar".

7. "Al final ésa era redactora o no se qué del Binaural. Una tía interesante, me cansé y lo desinstalé. No la vi en mi vida".

8." El caso es que esta última vez lo iba a borrar y el último día veo una tía y digo "yo creo que está buena". Y entonces... match".

9. "Y leo que ha trabajado en un programa de la tele de esos con muuuucha audiencia que yo no he visto en mi puta vida, claro. Y digo, "ni zorra".

10. "Total, hay que hablar, eres el hombre y esas cosas medievales...y digo "hay que ser creativo" y no sé qué hostias le pongo. Ella contestó".

11. "Tonteamos, lo de siempre y le pido indirectamente el teléfono, os imagináis...sacando más pecho que los pavos en plan "te lo tienes que ganar".

12. "Y yo ya..."Puff..qué pereza". El caso es que la tía me hace un stalkeo integral y da con todo, TODO lo mío en internet. Y llega a...twitter...".

13. "Empieza a leer el twitter...y se vuelve LOCA, LOCA TOTAL, (la chica es muy twittera al parecer). Me sigue, me hace RT...".

14. "Y de pronto, tras dos días sin hacer mucho caso, me encuentro su teléfono directo ahí mandado de golpe...y las bragas porque no pudo, entiendo".

15. "El tío tirao...que pidió un teléfono sin éxito dos veces con cierta gracia de pronto lo recibe sin pedirlo y ya sabéis "joder...cómo escribes".

16. "No pensaba yo que en Tinder alguien iba a escribir así" "tu cuenta es buenísima" "un chico majo que escribe bien"...

17. "Y yo todo el rato mirando sus fotos. "Pues parece que está buena, ojo que es de la tele, las maquillan y eso". De su vida, ni caso".

18. "¿Quedamos?" "Vale". Y yo al momento "para qué tío, un fracaso, uno más" "¿No te basta con pasados eternos y presentes que no existen?".

19. Callao. "Hola" "Hola". Pienso: "Puff..tío, ahora hablar...sacar gilipolleces...tu corazón no está aquí, tu polla tampoco".

20. "Un té. Sitio cool, primeras risas y dice "La próxima vez eliges tú el sitio". 20 minutos juntos y dice "LA PRÓXIMA VEZ". Eso es bueno, creo".

21. "Lenguaje visual, sonrisas, leves toques de brazos y manos. Hablando chorradas. Mirando al suelo a veces yo. "Levanta la cabeza, tío".

22. "Total. Buen feeling. "¿Y si cenamos algo?" "Vale, genial". Vas bien, sólo has pensado 16447 veces en la chica que te gusta de verdad y no ves".

23. "3734783743847 veces en el amor de tu vida que perdiste por capullo. Pero va bien".

24. "Ella no bebe casi. Yo no soy nadie sin beber. Pedimos dos margaritas con la cena. Se le sube. Se cierne hablar de nuestras mierdas. DANGER".

25. "Total, confesiones. Todo muy chungo. La lívido mutua se va a 2000 kms y ella...se pone a llorar y yo...pues...ya sabéis, soy el del avatar".

26. "Total...rimmel corrido, sonrisas tristes cruzadas...un café...se queda frío...coger el metro...abrazo fuerte...muy fuerte...se van...".

27. "Pero claro, un gilipollas de mi nivel no puede nunca dejar las cosas ahí...tiene que ir mucho más allá..."Tío, todo tu puta culpa, desastre".

28. "Saca el móvil y mándale un mensaje ahora mismo".

29. "Him: "¡Eh, tenemos que volver a quedar!"
Ella: "¡Sí!".

30. "Entonces... pasan los días. Y me pasan cosas. SPOILER: ver foto de IG de la paloma con la nevada".

31. "Os resumo: mucho más jodido porque quien me gusta me ha dicho por 572346575467846 vez que paremos con algo que no va a ninguna parte".

32. "La 572346575467847 fue la definitiva".

33. "Y yo, sin ninguna esperanza con aquello que me la dio, el día de la nevada más brutal del año, quedo con esta otra chica esa noche".

34. "Sol. La tortuga. Llega muy abrigada, me asusta por detrás "¡uh!" Sonrío triste. No estoy allí y me sé de memoria mis zapatos mientras ando".

35. "Me mira, sabe que soy un animal herido. Pero... vamos a fumarnos unas shishas mientras me cuentas cosas alegres, chica".

36. "Han cambiado el sitio. ¿Te acuerdas cuando ibas con tu amor, Him? Qué bonito era, ¿recuerdas sus ojos vivos por ti? Ya no queda nada".

37. "Ella habla mucho, no para, pide un boli a los dueños, hace un dibujo, te cuenta cosas sobre las películas para que no sean machistas...".

38. "Te cuenta otra cosa ingeniosa, te mira, quiere impresionarte con mucho cariño, y tú no estás Him, eres un fantasma, transparente y te duele".

39. "Vamos a cenar a otro sitio. La miro y me mira. Ojalá le guste mucho menos que el otro día como me pasa ahora mismo a mí con ella por mi culpa".

40. "Baja al baño. Miro el móvil. "No te va a volver a escribir nunca más quien te gusta, te lo ha dicho. Y lo sabes. No mires, es inútil".

41. "Vuelve. Y me rompo...saco toda mi frustración, mi desamor, mis errores, mis infiernos, mi incapacidad, todo allí, en bruto, 100000 tuits".

42. "Su cara cambia. Está desilusionada. Y me dice la gran frase...".

43. "Tío, tú tratas a las chicas como si fuéramos tu psicólogo". Tocado. Hundido. Se acabó".

44. "Nos despedimos. Sólo una imagen en mi cabeza. No sé si reír o llorar".


45. "Epílogo: Al día siguiente me envía una imagen con frase de auto-ayuda de Jodorowsky por DM. "Gracias". Fin. Ya sabía yo que algo no encajaba".

46. "Os quiero mucho. Me he mirado los pies escribiéndolo".

viernes, 20 de enero de 2017

Taxi a Chapinería. Escrito por Raúl del Olmo.


Sabía que no tenía motivos para hacerlo. Simplemente lo decidió de manera instintiva. En su mente sólo podía rememorar una y otra vez la sensación completa de avinagramiento. De pronto pensó absurdamente si el sustantivo vinagre demandaba ir acompañado por el artículo "el" o "la". Ni idea de por qué pensaba esto, ni idea de nada. Levantó el brazo, parecía un grotesco muñeco de nieve sucio y sin alma. Entró empujado por la inercia inequívoca de quien un día fue feliz -y vaya usted a saber si lo será de nuevo-. "A dónde vamos". "A Chapinería", contestó, "lléveme usted a Chapinería, si hace el favor".

"Me va a disculpar usted, ¿Que le lleve a dónde?".
"A Chapinería, quiero ir a Chapinería".
"¿Cómo que a Chapinería?".
"Sí, le digo que me lleve para allá, que me lleve a Chapinería".
"Disculpe, no puede ser...¿a Chapinería?".
"Demonios, ¿en qué idioma hablo? Que arranque de una vez y nos dirija a Chapinería. CHA-PI-NE-RÍ-A, caballero".
"Chapinería...imposible".
"¿Pero qué dice usted?".
"Supongo y entiendo que sabe lo que ocurre cuando alguien llega a Chapinería..."
"Pues por supuesto que lo sé, pero todo lo demás que encuentre allí me compensará con creces las consecuencias de ir a Chapinería".
"Yo sólo le advertía. Son muchas las personas que después de estar en Chapinería se arrepienten de haber realizado ese viaje".
"Hace años ni se me hubiera pasado por la cabeza la idea de ir a Chapinería, pero esta noche he decidido que me da igual. Ya no hay verdaderamente nada que me impida tomar ese rumbo".
"A lo largo de mi experiencia en el servicio, le aseguro que he llevado a muchísima gente a Chapinería, pero no sé si fruto de la casualidad o no, no ha habido ni un solo pasajero que haya repetido el viaje".
"Quizá se hayan quedado para siempre allí".
"Fíjese que no lo creo...".
"El caso es que yo ya no tengo motivos para dudar acerca de si quiero ir o no a Chapinería. Estoy convencido de que la deriva me lleva en esa dirección".
"Es arriesgado, dese cuenta de que no elige usted aquel recuerdo bonito que olvidará para siempre".
"Bah, como si me importara eso. He llegado a un punto de mi vida en el que no tengo nada bueno que recordar. Figúrese".
"Es algo terrible la consecuencia. Mire: usted llega a Chapinería, hace lo que quiera hacer, está el tiempo que desee, pero después, al regresar, un recuerdo agradable de su pasado se habrá borrado para siempre".
"De verdad que me da igual. Sé que suena exagerado, o increíble directamente, pero es así".
"¿Nada? ¿es posible que no exista una sola cosa que tenga miedo de olvidar?".
"Nada, de veras".
"Seguro que hay algo, hombre. Vaya atrás en el tiempo, al pasado, a la infancia...de niños siempre se nos queda algo en la cabeza que resurge en las tardes de verano que huelen a lugares perdidos en la memoria".
"El perro Curro".
"¿Cómo?"
"Sí, el perro Curro, me acuerdo del perro Curro".
"¿Por qué recuerda a ese perro?".
"No sé, de pequeño era muy tímido y no tenía casi amigos. Me escondía cuando veía gente conocida por la calle. Me tiraba cuerpo a tierra detrás de los coches. Los chicos se reían de mí y los mayores pensaban que era un tarado".
"¿Y qué tiene que ver eso con Curro?".
"Curro era un perro vagabundo. Ni idea de por qué todo el mundo le llamaba Curro si nadie le había puesto ese nombre. Cuando me veía escondido en cualquier parte, se acercaba meneando el rabo y sacando la lengua para que le acariciara. A veces me lamía las lágrimas hasta hacerme casi sonreír".
"Yo pensaba que Curro era sólo un nombre de persona. Mi padre era persianista. Tenía un compañero cubano, él le llamaba Currito Americano".
"¡Vaya, suena realmente absurdo!"
"¡Completamente!".
"Bueno, ahora que lo pienso...me acuerdo también de Aurelio, el hijo de la señora de la droguería. Mi único amigo de la infancia. Su madre le vestía invariablemente con un chándal de tactel. Estaba obsesionado por explicarme a todas horas la teoría de cómo se tenían hijos".
"¿Y cuál era esa teoría?".
"Aurelio me decía que para tener hijos lo que hacía falta era comer mucho cada día. Pero mucho, mucho, sin parar, vamos; eso provocaba el embarazo y luego, al ir al servicio, en vez de salir una cantidad generosa de mierda por nuestro esfínter, saldría un bebé. Eso sí, incidía en que había que tener especial cuidado en recoger al niño antes de que se colara por la taza del váter y se ahogara".
"¡Qué me dice! ¡esa imaginación es prodigiosa!".
"Calle, calle...yo recuerdo...que engordé más de diez kilos comiendo. Estaba tan solo que lo único que quería era tener un hijo comiendo sin parar para poder querer a alguien".

Las risas entre ambos estallaban dentro del vehículo, fuera llovía. Una manta fina de agua difuminaba la luz de una farola y le daba a la escena la apariencia de un cuadro cualquiera, de esos que las abuelas cuelgan tan dignas ellas en la sala de estar de su casa, alejadas de cualquier pudor presunta e intelectualmente artístico.

La conversación continuó fluyendo animada, inverosímil y sorprendente, como las cosas inesperadas que asaltan nuestra rutina diaria de puntillas.

"¿Y dice usted que se llamaba...?"
"Jovita, se llamaba Jovita. Esa niña estaba loca. Se asomaba al balcón de su casa, ¿qué serían?, pues tres o cuatro metros de altura por lo menos, y allí la tenías, con las alas que se había fabricado de cartón, papel charol o vete a saber qué colgadas con dos cuerdas a su espalda; saltaba la barandilla ¡y se tiraba al jardín de abajo un día sí y otro también para intentar aprender a volar! Fue la primera vez que me enamoré. Quizá la única. Por cierto, llevamos horas hablando aquí y todavía no nos hemos presentado. Me llamo Raúl. ¿Cómo se llama usted?".
"Mi nombre es Enrique David de Carlos. Mi padre me enseñó que siempre había que presentarse con nombre y apellido por una mera cuestión de formalidad".
"Bueno, mi apellido da igual, posiblemente ni siquiera pueda recordarlo. ¿Sabe? he decidido que hoy ya no quiero que me lleve a Chapinería".
"Vaya, ¿y se puede saber por qué? parecía usted tan convencido...".
"Sencillamente me he dado cuenta de que hay un momento el cual no querría correr el riesgo de olvidar".
"¿ Y se puede saber cuál es ese momento?".
"El primero en el que he vuelto a ser feliz por un instante desde hace mucho tiempo: éste".

viernes, 27 de febrero de 2015

Como un suicidio. Por Raúl del Olmo.


Llevaba casi una hora mirando inmóvil por el cristal. Sus ojos se mantenían fijos en ninguna parte, en un punto de fuga indefinido por el que resbalaba, de vez en cuando, alguna gota de un improvisado aguacero mientras aferraba firmemente al frío guardián de su destino.

También llovía bajo sus párpados, intentando escampar a duras penas sobre las grietas de su piel. Sentado, su cabeza daba vueltas sobre la idea de que todo había terminado. Ignoraba si era una decisión cobarde o la más valiente que tomar llegado a ese punto. Fuese como fuese, debía ser algo rápido y fulminante, no cabían las medias tintas o arrepentimiento alguno, el paso sería determinante.

No daría explicaciones a ningún conocido, no dejaría rastro, no mediría las consecuencias que ello tendría sobre los demás. Tampoco había dado pistas a nadie, si bien todos conocían su angustia existencial, su trágica fortuna de contar con una vida empeñada en sonreírle mientras él le daba la espalda.

Se preguntó cómo sería recordado, qué pensarían los demás de su atrevimiento a abandonar un mundo con tantas oportunidades desperdiciadas como decepciones compartidas. Pero éste sería su último día. Sin avisar, sin rendir cuenta alguna lo llevaría a cabo. Una salida final, extrema, sin marcha atrás posible.

Sabía que ésa era la mejor forma para hacerlo. Se levantó de la silla lentamente, respiró profundo y con paso lento se dirigió hacia su habitación con el objeto entre los dedos; lo observó con gesto entre duro y resignado, recostándose sobre la cama, testigo muda de sus tormentas emocionales desde hacía tanto tiempo.

Deslizó de forma rápida su mano por él: lo primero sería desinstalar Instagram, Facebook, Twitter y Whatsapp, uno tras otro, y cerrar para siempre su Tumblr y su blog.

Abrió la ventana de par en par y arrojó el móvil al vacío: había elegido vivir.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Un hombre maduro. Por Raúl del Olmo.


Una fila de miradas se agolpa a observarme desde el andén. Es extraño, yo, alguien que ha pasado desapercibido siempre, me siento ahora el centro de atención.

Cuántas veces habría suspirado por que una chica como aquella del pelo recogido se hubiera fijado en un paria como yo; o que este señor de impoluta presencia no hubiese apartado los ojos al encontrarse con un mediocre ciudadano gris.

Ahora, mientras les veo, pienso que me parecen infinitamente más jóvenes o más viejos, más guapos o más feos que yo. Será la ingravidez del momento.

Al menos, puede que por fin ya sea todo un hombre; no por nada en especial, simplemente por lo que decía mi profesor de literatura con solemnidad, eso de que “madurar es aprender a irse a tiempo”.

Me fastidia que las personas no nos percatemos de que vivir es el afortunado e improbable accidente de existir, pero, la verdad, es difícil que la muerte te pille viviendo.

Qué le voy a hacer: aunque haya suicidios que duran toda una vida, hoy elegí terminar con el mío.

jueves, 30 de mayo de 2013

Espacio y tiempo. Escrito por Raúl del Olmo.


Las afiladas puntas metálicas se le clavaban en el alma cada vez que paseaba cerca junto a su viejo chucho despistado. Habían pasado muchos años desde que esa pared baja de ladrillo, levantada al final de un callejón, fuera el refugio particular de ella y de su, por entonces, vivaracho pretendiente rebosante de pujante juventud. El trazado urbano de su ciudad era un deleitoso caos donde perderse y allí, en el extrarradio del su otrora barrio dormitorio, los refugiados de un mundo gris, tenían sus escondrijos entre los que invocar al deseo furtivo.

Estela miraba el muro de soslayo, acelerando el paso y tirando firmemente de la correa de Pluto, como si aquella tapia fuera a hablar o, peor aún, como si no fuera a volver a hacerlo nunca. Porque allí se encerraban tantas tardes de un verano, tantas palabras cautivas del tiempo y tantas miradas electrizantes que no es de extrañar que le supusiera poco menos que enfrentarse a un mito creacionista hecho carne.

Resultaba hiriente que encima del lugar donde habían hecho germinar un arcaico amor en bruto hubieran construido una barrera férrea. La rabiosa tendencia de generar zonas privadas para determinar la exclusividad de la propiedad había sido la causante. Especialmente ridículo en un entorno obrero, elitismo propio de antiguos gerifaltes de épocas oscuras y traumáticas. Para Estela aquel hecho encerraba un tremendo simbolismo: suponía una sima fatal, quebrantar los cimientos de las pasiones pretéritas.

La madre del "trovador de pico de oro" que embelesó su por entonces tierno corazón, vivía también allí. Ese había sido el motivo principal por el que ambos jamás abandonaron sus raíces: su ecosistema primigenio. La señora Sole había enviudado tiempo atrás, al poco de conocerse los flamígeros enamorados. Su marido llevó hasta las últimas consecuencias su rudimentario epitafio con el que callaba a su mujer y a su hijo cada vez que reprendían su conducta kamikaze: “Cuando muera, que me den por culo”. Un rotundo aviso asilvestrado, proveniente de quien se ha ganado la vida desde la infancia saboreando la dureza del terruño y evadiéndose a través de los placeres más instintivos. Su cuerpo era la carcasa que encerraba la tragedia de quien no es más que un prisionero de la metrópoli, de un difuminado hombre bueno perdido en una ciudad de extraños.

Tras la marcha del "inconsistente maestro del oxímoron existencial", Estela siguió en contacto con su madre. Desde que se rompió la cadera al caerse en casa, tenía bastante miedo a bajar sola a la calle; todo aquel temor que nunca tuvo, sin embargo, para enfrentarse a los escollos de haber lidiado con un hogar repleto de hombres disfuncionales enfermos de sí mismos. A pesar de haber sido una mujer dolorista sin remedio por los escollos del cavernario catolicismo de épocas acomplejadas, la tolerancia y la ternura incondicionales de la señora Sole convertían en comprensible la más disparatada de las conductas.

Aquel día Estela regresaba de tomar café con la entrañable viejecita. Siempre tuvo con ella una afinidad natural para mostrarse tal y como era, algo extremadamente difícil: a lo largo de los años, se había encargado de poner a buen recaudo su amasijo de emociones. La visión recelosa de un entorno demasiado ensimismado en sus verdades universales le había llevado a protegerlas. “Sufrir en silencio”, recordaba que le dijo alguien en una ocasión. Pero eso era, pensaba, la antesala de la soledad compartida en colectivo, la presentación de lo que es nuestro mundo ahora: una inmensa red de seres interconectados completamente ausentes los unos de los otros.

Con la señora Sole era distinto. Cada palabra cobraba sentido, se pronunciaba lentamente, trascendiendo al silencio; era escuchada con la honorable sabiduría que otorgan a los oídos la ancianidad. La joven se había sentido de nuevo abrigada en conversaciones cálidas durante esa tarde.

Al volver hacia su casa fue cuando se topó de bruces con ese parapeto erigido en vertical apuntando al cielo. Estela se percató de que no podía seguir huyendo de su visión: recorrió el monstruo metálico de pies a cabeza y elevó en continuo su mirada hasta el firmamento. Y entonces automáticamente pensó en el huido. No había logrado superar el día de su marcha. Desde que se conocieron sabía que su vínculo estaba supeditado por completo a su vocación y a los confines del espacio donde quizá algún día le llevara ésta.

De todas las personas que el azar repartiera entre los recovecos de su vida, había tenido que ser un futuro astronauta quien se cruzara en su camino. Enamorarse de un astronauta era hacerlo del vasto infinito de la incertidumbre, de lo ajeno y de lo infranqueable. Por eso mismo pensó que su amor nunca conocería fin; por esa naturaleza extraña y fascinante de la que lo dotaba el hecho de estar con alguien tan desconectado del mundo.

Recordó la tarde en que se despidieron por lo que sería un periodo mayor que el que su corazón bullente de sensaciones quisiera resistir. Sin embargo, desde el principio supo que ese momento era algo que podría acaecer; además, no todos los días se forma parte de la expedición elegida para investigar el descubrimiento de un nuevo planeta del sistema solar. El desfile de palabras, lágrimas, miradas y caricias antecedió a un silencio sordo que ya nunca dejó de acompañarle. Esa impresión era lo más parecido a un zumbido molesto que le recordaba lo incompleta que se sentía aún cuando la felicidad hacía visos de entrar fugazmente en su interior de nuevo.

Súbitamente, la noche se rasgó en el infinito al que apuntaban sus bellos ojos vivaces: Una especie de estrella fugaz refulgente rompió el ingente mar negro que reposaba sereno y sublime sobre su cabeza. Estela se quedó inmóvil observándolo varios minutos: un haz intenso de luz rojiza no terminaba de difuminarse ante su mirada extrañada. Tras ese momento en que permaneció absorta, enfiló junto a Pluto el camino que le quedaba hasta llegar a su refugio urbano.

A la mañana siguiente, anduvo apresurada hasta la estación de metro y recogió de manos de la repartidora el periódico gratuito que le servía como primer contacto con la precariedad mundial impresa. Cogió el transporte justo al llegar al andén. Aún fatigada por las prisas, tomó asiento y se dispuso a hojear el diario. Sus ojos depararon en una foto de portada que presentaba una imagen extrañamente familiar.

El titular a tres columnas que la acompañaba rezaba así: "La aeronave espacial VR 27/98 sufre una trágica explosión en la órbita de Ítaca". El pitido del vagón ahogó un suspiro súbito.

jueves, 23 de mayo de 2013

Cucurrucucú, Elisa. Escrito por Raúl del Olmo Echeguren.



Habían pasado tres años y medio. Juan desde entonces no había vuelto a tener noticia de ella. La ruptura con Elisa fue lo de menos, al fin y al cabo cuando alguien desaparece, hace mucho tiempo que se ha ido.

Sin embargo, le fue inevitable sentir las manos temblorosas mientras redactaba aquel e-mail. Ni siquiera cuando tuvieron que amputarle un brazo a su hermano Enrique tuvo el coraje de avisarla. Nada: ni un mensaje, ni una llamada, ni siquiera algún medio profiláctico 2.0 para entrar en contacto.

Llevaba catorce meses sin trabajo y se sentía un auténtico naufrago virtual. Pasaba sus días como la mujer de Lot, de espaldas al mundo; su desafección con el entorno le había llevado a considerar la realidad como la nueva ficción. Esta era una oportunidad surgida de la nada: cuando el estertor de la desesperanza se divisaba en el horizonte de sus días, apareció de repente.

Lo más difícil ahora sería cómo pedírselo, sopesar si merecía la pena y, finalmente, si debiera oprimir o no el botón de enviar. No se hubiera atrevido ni a recordar su voz, ni a cruzarse con su mirada, pero la distancia del correo electrónico era la forma más adecuada de solicitárselo. Su aportación sería valiosa.

Releyó por última vez el mensaje:

“Hola, Elisa. La verdad, no sé cómo empezar. Con tanto ayer a nuestras espaldas, habiendo secado hasta la última gota de sangre por nuestro amor destripado, aquí estoy, dirigiéndome a ti.

Supongo que sigues viviendo en Cabezón de la Sal, dedicándote a la peluquería canina, aquel refugio en el que te atrincherabas en el epílogo de nuestra mortecina convivencia después de agotar el mar salado de tus ojos.

Yo sigo zascandileando, sin rumbo fijo, más que nada porque tampoco tengo un destino al que tender. No pretendo darte lástima, ni siquiera que muestres esa piedad autosuficiente que tantas otras veces desparramabas sobre mi errático deambular.

(…)”.

Juan se saltó varios párrafos más de indulgente prosa coyuntural, tan forzada como exasperantemente elaborada. Por el contrario, la despedida era con diferencia de lo más burdo y violento:

“Bueno, Elisita, no me extiendo más. No hace falta que me contestes, me conformo con que te acuerdes de mí para que me ayudes tal y como te he explicado.

Ahora debo irme, de veras.

Juan”.

Mientras en su cuarto sonaba la acelerada versión de “Cucurrucucú, Paloma” grabada por Franco Battiato, Juan se vino arriba y el bocadillo verde de la pantalla del ordenador que señalaba send se iluminó en color verde.

 El pensamiento volvió a ser el mismo: “joder, a ver si ésta le da también cinco estrellas a mi relato para que gane el concurso”.

Siguió escrutando la lista de contactos. Tocaba su prima Elvira.